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Echeverría le había prometido a Mario Moya que sería su sucesor

A finales de 1975, ya en la antesala del fin de sexenio, el presidente Luis Echeverría Álvarez no podía ocultar más su inclinación por dos finalistas para sucederlo en el cargo: Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación y José López Portillo, secretario de Hacienda y Crédito Público.

Claro que no había sido un sexenio fácil para este mandatario de tan ingrata memoria, y menos para sus gobernados; las consecuencias de la fatídica Noche de Tlatelolco, cuando él fungía como secretario de Gobernación, lo persiguieron toda su vida, aunque por desgracia no tanto como para llevarlo a la cárcel.

Ese día 2 de octubre de 1968 que nunca se borrará de la memoria colectiva, en especial de los directamente afectados, constituyó el acto de represión estudiantil más sangriento de que se tenga memoria en México y Echeverría fue uno de los cerebros, aunque eso no le impidió llegar a la presidencia de la República dos años después.

Luego, en 1971, este mismo personaje ordenó el “halconazo” del 21 de junio en la Ribera de San Cosme, una nueva matanza estudiantil perpetrada por el grupo militarizado “Halcones”, creado exprofeso para borrar todo rescoldo de “rebeldía” por parte de los estudiantes que el gobierno no había podido doblegar en el 68.

Aparte de esa negra historia en su haber, Echeverría también tuvo otros problemas, como su confrontación con el empresariado, sobre todo del poderoso grupo de Nuevo León, que nunca estuvieron de acuerdo con sus llamadas “políticas populistas”, o sea, la creación de empresas paraestatales y fideicomisos. Resulta paradójico que la iniciativa privada lo tachara de socialista, cuando su gobierno usó las armas para acabar con los movimientos de esa tendencia.

Y no había movimiento que le molestara más que el guerrillero, al que fue aniquilando con toda la fuerza del Estado. Así pues, el régimen asesinó a Genaro Vázquez en 1972, a Lucio Cabañas en 1974 y desapareció líderes guerrilleros en todo el territorio nacional. Fue un sexenio caracterizado por la persecución de sus adversarios políticos, para quienes había un trato particularmente brutal en las cárceles. 

Todo esto sucedía al amparo de la complicidad de diversos sectores, que juntos ejercían una hegemonía priísta privilegiada, con un control total de los acontecimientos diarios. La oposición oficial era incipiente y las elecciones las organizaba el gobierno, de modo que era imposible para cualquier otro candidato, si acaso lo había, llegar al poder. 

Esa imposibilidad aplicaba, por supuesto, para la presidencia de la República, las gubernaturas y el Senado, además de liderazgos sindicales, sociales, incluso estudiantiles y cargos de toda índole; quizá le podía dejar una que otra curul en la Cámara de Diputados a la débil oposición, pero con muchas advertencias y todo el peso del priísmo, de modo que la movilidad de ese diputado (por lo regular, un hombre), era mínima. 

En este contexto, cada presidente establecía su propio juego del “tapado” cuando se acercaba la sucesión. No era más que una treta para engatusar a varios de sus colaboradores, quienes empezaban a soñarse como dueños de Los Pinos y del país. Durante meses, los “tapados” establecían acuerdos políticos, planeaban a futuro y hasta creaban gabinetes presidenciales en la imaginaria. 

Todo este ardid terminaba con “el dedazo”el día que el presidente designaba a su sucesor: le ordenaba al líder nacjonal priista que se hiciera acompañar por los dirigentes de los tres sectores del tricolor (CTM, CNOP y CNC) para notificarle al “tapado” elegido que sería el candidato a la presidencia, o más bien el próximo presidente.

Uno de estos prospectos, al parecer el favorito, era el secretario de Gobernación Mario Moya Palencia, quien estaba tan seguro de ser “el bueno” y no tener competencia, que quiso prepararse para el esperado día del destape como ningún otro de sus antecesores.

Por cierto, los hechos aquí consignados proceden de voz directa de un exagente de la Dirección Federal de Seguridad (la policía política de la Secretaría de Gobernación), quien narró a este autor, desde el anonimato, que en los días previos al destape se le asignó la tarea de ir a la frontera de Tijuana con una misión muy delicada.

Tal encomienda consistía en custodiar y establecer los salvoconductos necesarios para que dos enormes tráileres procedentes de San Diego, California, entraran a México y no fueran revisados en todo el trayecto hasta la Ciudad de México; una vez allí, debían ser resguardados con toda discreción en unas bodegas. Y así se hizo.

La instrucción fue directa de Moya Palencia y el contenido de los trailers eran toneladas de  publicidad con la leyenda: “Mario Moya, presidente”, con la calidad y precio de alguna imprenta de los Estados Unidos. Los vehículos llegaron a su destino sin novedad alguna y su carga quedó sellada para sacarla en el momento oportuno, el cual nunca llegó.

Resulta que el “destapado” fue José López Portillo, candidato único a la presidencia, ya que el PAN decidió no nombrar candidato y menos los demás partidos con registro electoral, que tenían poca presencia. JOLOPO recorrió el país y ganó la elección sin impedimentos, como era previsible.

Moya Palencia no tuvo otra opción que disciplinarse y hacer como si nada hubiera sucedido, pues en aquellos años nadie podía enfrentarse al Estado. Seguramente en el sigilo ordenó la destrucción de toda esa propaganda tan costosa que nunca salió a la luz.

Y luego, tan pronto como llegó al poder López Portillo, el expresidente Luis Echeverría trató de cobrarle el favor de haberlo preferido y pretendió seguir manejando el país tras bambalinas, pero JOLOPO no se lo permitió y acabaron enfrentados muy pronto. 

En pleno inicio del sexenio, en 1976, una mañana apareció una publicación firmada por López Portillo con el título de: “¿Tú también, Luis?”, que a algunos les sonó como un reclamo y a otros como una amenaza. Echeverría hizo mutis y nunca pudo contestar.

Esa misma semana, el presidente López Portillo lo nombró embajador de México en las Islas Fidji, el país más lejano con el que mantiene relaciones diplomáticas nuestro país. Fue un claro mensaje de “estate quieto y lejos de mi presidencia”.

Con los años, Echeverría volvió a México, pero se mantuvo alejado de los asuntos neurales del país. Murió apenas el 8 de julio del 2022, a los 100 años de edad, en Cuernavaca, donde pasó sus últimos tiempos. Nunca enfrentó a la justicia por los crímenes que cometió.

Únicamente fue llamado a comparecer ante el Ministerio Público por los hechos de Tlatelolco, vía la Comisión Buscadora de la Verdad implementada por la administración de Vicente Fox, ya después del 2000, pero nada significativo ocurrió y, hasta la fecha, las cosas siguieron y siguen igual.

Lo que también siguió fue el engañoso juego del “tapado”, que hasta nuestros días se mantiene vigente, con la elección de las famosas “corcholatas” en este sexenio por terminar, en un proceso que llevó a más de uno a sentirse presidente, mientras que la verdadera “tapada” se enfila, según las señales, hacia Palacio Nacional.

Cuenta en X: @rubencardenas10

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