Al tiempo

Compartir

El golazo por miles de dólares que metió Gámiz Fernández

Al menos hasta José Ramírez Gamero, según se sabe, hubo una práctica recurrente de cada mandatario estatal al concluir su sexenio: Uno por uno de sus funcionarios más cercanos y fieles eran llamados a platicar en privado para agradecer el “esfuerzo en favor de Durango” y para concederles una petición final, algo así como un último deseo.

En conversaciones cafeteras y desayunos de “grilla” entre funcionarios del pasado han trascendido diversas anécdotas de esas despedidas sexenales que luego se extrañaron por quienes les iban sucediendo, aunque los más recientes gobernadores, en todo caso, se autoconcedieron no uno, sino muchos “últimos deseos”.

Algunos exfuncionarios veteranos cuentan que, cuando el gobernador los mandaba llamar en esos días postreros, sabían que les iba a preguntar sobre algún pendiente antes de dejar la responsabilidad encomendada, como para ponerle solución; por ejemplo, un trámite burocrático que requería ser destrabado o la continuidad laboral de alguien. Esos eran los favores más usuales.

Llámese ética, pudor o, como dirían algunos, falta de confianza con el jefe, pero poco se acostumbraba pedir regalos o enormes compensaciones, mucho menos terrenos, casas o ranchos, incluso puestos de privilegio para ellos o sus hijos, lo que sucedería después en algunas ocasiones.

Hubo, incluso, un servidor público de la administración de Ramírez Gamero que únicamente solicitó la jubilación correspondiente para un familiar porque, aun cuando cumplía con todos los requisitos legales, no se la habían otorgado. Y eso fue todo, ejercer un derecho ya ganado, sin más pretensiones.

Empero, uno de los gobernadores que no pudo continuar esta tradición por irse anticipadamente fue Héctor Mayagoitia Domínguez, quien dejó la gubernatura al quinto año de mandato para asumir la dirección del Instituto Politécnico Nacional, en 1979.

Y en su lugar quedó Salvador Gámiz Fernández por un año, tiempo suficiente para adoptar la costumbre de sus antecesores en cuanto a regalos de despedida. Así pues, durante los últimos 15 días del sexenio, el gobernador interino estuvo llamando a sus colaboradores cercanos a su oficina del entonces Palacio de Zambrano. 

Generalmente por las tardes, solía reunirse con cada uno de ellos por prolongados espacios y el denominador común era que todos salían sonrientes, contentos, como si hubieran recibido una buena noticia después de hablar “en corto” con su jefe. No parecían regañados ni tristes por dejar el puesto en breve.

Uno de los cercanos a Gámiz Fernández, a quien llamaremos Wilfrido Torrentera, fue requerido a tomar café con el gobernador, quien, fiel a la costumbre, de entrada le agradeció el esfuerzo invertido en la tarea a su cargo y enseguida le preguntó por su futuro inmediato.

Torrentera, animado por la pregunta, le expresó su preocupación porque quedaría en el desempleo y con una deuda inmobiliaria, ya que había adquirido una propiedad en El Pueblito y tenía el compromiso de liquidarlo en dólares en un plazo restringido.

El gobernador Gámiz lo interrumpió casi al instante, dio un manotazo en el escritorio y, sin tapujos, le echó la caballada encima: “¡Ah, como será pendejo! ¡sólo a un idiota se le ocurre endeudarse en un momento de devaluación del peso y todavía comprometerse a pagar en dólares! ¿Pues en qué estaba pensando?”

Fue tal la regañiza, que Torrentera estuvo a punto de levantarse y cortar la conversación, la cual ahora se había vuelto una andanada de improperios y sin momento de respiro para defenderse, pero se contuvo y mejor puso la mente en otra cosa más amable. 

“Es más, sabe qué ¡váyase a la chingada!” le dijo el gobernador, para rematar. El aludido no esperó más, si lo que quería era salirse, no precisamente a donde lo estaba mandando su jefe, pero sí a otro lado en donde pudiera desahogar su enojo contenido.

Y, mientras abandonaba la oficina, iba mascullando lo que habría querido gritarle: “Pinche viejo carbón ¿Quién se cree qué es? Ni que fuera mi papá para regañarme o como si la deuda fuera de él. Quien se debe ir a la chingada es él”, decía, a fin de no quedarse con el coraje atorado en el pecho. Fue a su casa y a nadie le contó lo sucedido.

No pasó buena noche, pues se mantuvo despierto, inquieto, pensando cómo debía reaccionar y si era oportuno o digno presentarse de nuevo a la oficina después de ese golpe a su autoestima, pero decidió terminar bien el sexenio, al fin que faltaban pocos días, y se fue a trabajar con la mejor cara que pudo.

No tenía ni media hora de haber llegado al Palacio de Gobierno, cuando le sonó el teléfono y mayúscula sorpresa se llevó al escuchar que el gobernador lo necesitaba en ese mismo momento. Torrentera dudaba en cumplir la orden, pero no tenía muchas opciones, así que se encaminó hacia el despacho de Gámiz Fernández, aunque, eso sí, decidido a no soportar más insultos.

Al tocar la puerta, escuchó un “pásele” normal del gobernador. No se le escuchaba alterado ni a punto de estallar, como el día anterior. Apenas abrió la puerta y, desde su escritorio, Gámiz le aventó con ambas manos un balón de fútbol desinflado. El recién llegado cachó la pelota aturdido, no entendía nada.

Y el gobernador pareció volver a las andadas por un momento: “No sea pendejo, vea bien la pelota, vea lo que tiene”, le ordenó. Torrentera se quedó pasmado al comprobar el contenido del balón, que correspondía al total de la deuda en dólares, una cantidad por la que tanto lo había sobajado menos de veinticuatro horas antes. 

Ya sólo escuchó la última orden de Gámiz Fernández: “Vaya y pague ya lo que debe. Nos debemos ir tranquilos todos de aquí”, le dijo. Así lo hizo y hasta la fecha se proclama un convencido que, en más de una ocasión, vale la pena resistir una buena mentada de madre.

CUENTA EN X: @rubencardenas10

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *