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El tren se llevó hasta el menudo de Doña Andrea

Por muchas décadas fue la menudería por excelencia en Durango capital. Difícilmente uno podía sustraerse a las hirvientes cazuelas que servía Doña Andrea cada madrugada en su puesto ambulante sobre la banqueta, a la entrada de la Estación de Ferrocarril, cuando Felipe Pescador era avenida, no bulevard.

En el tiempo que se sitúa este relato, la década de los 80’s, la dueña del lugar tendría unos 65 años. Su uniforme de batalla era un delantal tipo cuadrillé sobre un vestido beige o azul de manga corta, así fuera inclemente el frío; usaba el cabello bien acicalado y las uñas siempre al ras.

Empero, su rasgo más distintivo es que siempre tenía buen ánimo y atendía con amabilidad a su tempranera clientela, formada lo mismo por gente que se hospedaba en los hotelitos del otro lado de la acera, como por fiesteros que andaban “de amanecida”, viajeros del tren y, en general, los madrugadores de la ciudad. 

No es fácil precisar la fecha en que este negocio se estableció en las afueras de la Estación, pero Doña Andrea comentaba que sus progenitores comenzaron la vendimia después de que se establecieron las rutas del ferrocarril de Durango a Ciudad Juárez, Torreón y hacia la capital del país. 

Por la zona de la sierra, la travesía terminaba en el poblado Regocijo, ya en el municipio de Pueblo Nuevo, justamente donde quedó trabado aquel gran proyecto, motivo de tantos compromisos gubernamentales, de que el tren podría llegar al puerto de Mazatlán, cruzando la Sierra Madre Occidental.

Con ayuda de un muchacho, era instalado el puesto cuando más tarde a las 4:30 de la mañana y para las 5 ya había comensales listos para disfrutar de una abundante cazuela por 12 pesos, aderezado su contenido por limones, chile quebrado, oréganos y cebollita picada, al gusto del cliente, sin faltar las tortillas de comal.

El ayudante de Doña Andrea jalaba con ambas manos el carrito “hechizo”, o sea una sólida plataforma con llantas, desde la esquina de Zarco y Pereyra hasta las afueras de la estación ferroviaria a eso de las 4 de la mañana, cuando ya se empezaba a ver gente que iba hacia Otinapa o cualquier otro de los destinos más conocidos.

El foco encendido era distintivo en ese tramo de Felipe Pescador, una avenida importante, pero con escaso alumbrado público, así que el comensal, al dar la vuelta y divisar la luz, sabía que su antojo de menudo -con su respectivo maíz reventado, libro y pata- iba a ser ampliamente compensado.

El puesto en sí era muy sencillo, pero funcional: constaba de dos o tres mesas con sus sillas de lámina y dos braseros grandes que servían para mantener las ollas en ebullición toda la jornada y sobre otro brasero pequeño se ponían las jarras con agua caliente para el café. En las temporadas de frío o lluvia, un improvisado techo de hule grueso era lo único que se necesitaba para sentirse a gusto.

Ya para finales de los ochentas, Doña Andrea dejó de atender el negocio por cuestiones de salud y al poco tiempo falleció. Sus hijos le siguieron por varios años más, hasta que se cancelaron los trenes, pero nunca fue lo mismo para la clientela. 

Los Ferrocarriles Nacionales de México dejaron de funcionar en el sexenio de Ernesto Zedillo (1994-2000) y aquí la última corrida fue a Regocijo. Y también casi coincidió con el último día que funcionó tan arraigado negocio. Allí se acabó.

No estaba claro por qué, en los mejores tiempos, nunca se le ocurrió a la familia ampliarse e instalarse en otro lugar más en forma, si sus ventas eran tan buenas y su base de clientes tan fiel. Quizá no habría desaparecido ese lugar que formó parte del Durango tradicional, ese por donde se podía circular sin temor alguno y donde, al salir de alguna fiesta, el destino obligado era la menudería de Doña Andrea. 

CUENTA EN X: @rubencardenas10

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