Un “Duende Rojo” que se adelantó más de 20 años a los “DJ”.
Un personaje que, sin saberlo, vivió veinte años adelante de su tiempo; ese era el “Duende Rojo”. En aquellos años, a fines de los cincuentas y durante la siguiente década, no existía en Durango el concepto del “DJ” -fuera de lo que se escuchaba sobre el legendario Studio 54 en Nueva York- pero sí eran muy conocidos y concurridos los centros nocturnos y clubes sociales donde la celebración era obligada cada fin de semana, sin contar con que tampoco faltaban las famosas “tardeadas” para los más jóvenes, generalmente en casas.
Y, sobre todo en estas últimas (aunque no exclusivamente), había un amo y señor, el “Duende Rojo” o animador oficial de las fiestas, siempre con su equipo de dos tocadiscos, varias bocinas de lámina, tipo megáfono y, sobre todo, con cientos de discos LP, principalmente de 33 revoluciones, hoy en extinción. Y decir cientos es literal. Era la discoteca ambulante más completa en la ciudad y sus alrededores.
De los universitarios y preparatorianos, pocos no estuvieron alguna vez en una fiesta amenizada por este personaje, cuya fama se fue extendiendo al igual que su colección de acetatos, al grado que también fuera de Durango se sabía quién era el “Duende Rojo”, aunque no se supiera cómo conseguía los éxitos del momento casi antes que las radiodifusoras.
Personalmente, fue una ocasión en que, siendo apenas adolescente, acompañé a una tía a contratar los servicios del “Duende” para amenizar un festejo familiar. Él siempre vivió en una casa austera sobre la acera derecha de la calle Urrea, a unos 200 metros de la avenida Francisco Sarabia, o sea, el rumbo de Las Moreras.
No se hacía cita con él ni había que anunciar la llegada; simplemente tocamos y abrió la puerta; nos hizo pasar al primer cuarto, contiguo a un zaguán, que fungía como su oficina y en donde acomodaba en varios estantes altos y en cajones de madera su impresionante caudal de discos, incluso de aquellos de 78 revoluciones por minuto, que para ese entonces ya no eran útiles.
Todavía fue más increíble para mí ese momento cuando, a pregunta expresa de mi parienta sobre si acaso tendría en su repertorio ese codiciado disco de “Born to be alive”, de Patrick Hernández, le dijo inmediatamente que sí, lo sacó de un cajón y nos lo mostró, muy seguro de ser uno de los pocos en Durango en posesión de tal novedad.
Y es que, para esas fechas, el pegajoso “hit” apenas andaba llegando a nuestro país y en las tiendas de discos de la Zona Rosa, de la Ciudad de México, se hacían filas hasta de dos y tres cuadras, o hasta de dormir en la fila, para comprarlo; así de intensa era la fiebre que provocó esa canción de letra relativamente simple, pero un ritmo que no podía ser ignorado.
No sé qué edad tenía el “Duende” en ese entonces, pero ya se veía un tanto encorvado y con los estragos de las desveladas, siempre con su boina roja que parecía parte de su escasa cabellera. Era muy directo y rígido a la hora de hacer tratos: “El contrato se firma por un mínimo de cinco horas, se toque o no se toque”, avisaba de entrada.
Aquella vez le dijo lo mismo a mi tía y añadió: “Es que a veces llega uno a trabajar y no falta que alguien de pronto saque un arma y pum-pum, y luego yo qué”. Al parecer, pensándolo ahora, en Durango las cosas no han cambiado mucho en cuanto a eso de que “alguien saque un arma”. Hasta en eso el “Duende” tenía un instinto más allá de los tiempos que le tocó vivir.
Y ya en esa fiesta de familia es cuando lo ví en acción; una hora antes de lo acordado llegó al domicilio y rapidito -como parecía ser su estilo- bajó de un auto antiguo su equipo técnico y varios cajones de madera con discos, que luego iríamos descubriendo eran de todos los ritmos pedidos y no pedidos, desde cumbias, boleros, rock, danzón, rancheras, en fin.
En cuanto llegaron los primeros invitados, solicitó un baño para cambiarse y salió con su boina roja y una capa roja que le cubría la espalda sobre su camisa blanca, pantalón negro y zapatos de charol; se paró tras la mesa que había pedido exprofeso para sus tocadiscos y comenzó el show.
No mezclaba, como los DJ actuales, porque la tecnología no lo permitía en aquellos años, y, pese a no tener esas luces cintilantes, sí llevaba sus tiras para iluminación, pero con micrófono en mano no había otro igual. Enviaba saludos, invitaba a bailar a las parejas, se “aventaba” sus pasos de cumbia, contaba chistes; es decir, era todo un showman.
Fue, pues, un icono de la ciudad, uno de los personajes más conocidos, aunque poco identificado por su nombre. Dejó un gran legado en Durango, pero nada se sabe de su familia ni qué destino tuvieron sus discos acumulados en tantos años. Desapareció de la vida social cuando enfermó y sus discos dejaron de sonar en cada fiesta. Qué tiempos los del “Duende Rojo”; imposible no recordarlo.
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