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Las Peñitas, sus panteones indígenas y su manantial de piedras preciosas

No fue sino hasta 1988 cuando trascendió el hallazgo de tres panteones indígenas, con al menos 900 años de antigüedad, en “Las Peñitas”, una ladera de un perímetro aproximado de seis kilómetros, muy cercana al poblado Antonio Amaro, municipio de Guadalupe Victoria, en el estado de Durango.

Se encontraron unos veinte esqueletos humanos, así como vestigios de la cultura Chalchihuite, pero el Instituto Nacional de Antropología e Historia no registró oficialmente el descubrimiento ni se encargó de la custodia de la zona antropológica. 

En un recorrido por la región de Llanos, ese año tuve la oportunidad de encontrarme con Juan Hipólito y Heriberto Márquez, oriundos de los poblados Felipe Carrillo Puerto y Antonio Amaro, respectivamente, quienes fueron guías para cumplir algunas andanzas periodísticas en La Breña, la Hacienda del Ojo, entre otras.

Y, a mediados del mes de junio, me propusieron llevarme a Las Peñitas, esa ladera  en donde ambos ejidatarios habían descubierto tres cementerios indígenas pertenecientes a los Chalchihuites, una de las siete tribus de Chicomostoc, algunas de las cuales se diseminaron por el norte de México y otras caminaron hacia el sur del país, donde incluso se mezclaron con Olmecas y Toltecas.

A bordo de una vieja pickup llegamos a esa zona, procedentes de Antonio Amaro, y nos adentramos en uno de los panteones descubiertos por Juan Hipólito y Heriberto Márquez unas semanas antes, al realizar tareas agrícolas. Cuando menos veinte esqueletos localizaron al excavar en igual número de rectángulos de piedras que había en el predio, seguramente formados exprofeso.

No era necesario cavar a gran profundidad para saber que, en su tiempo, fue un sitio especial para sepultar cadáveres, pues a no más de medio metro estaban las enormes vasijas de barro con los cuerpos, todos como si estuvieran sentados en cuclillas o en posición fetal y de frente al sur. Las fuentes consultadas en ese entonces estimaron que podían llevar sepultados ahí unos 900 años.

Además de esqueletos, abundaban las puntas de flecha, hachas, metates y pedacería diversa de tepalcates. De acuerdo a los descubridores de estos vestigios, unos cuantos esqueletos estaban sepultados en forma horizontal, pero a diferencia de los otros, evidenciaban mutilaciones y fracturas. “Uno tenía como los huesos cortados y otro estaba con el cuello volteado. A lo mejor los sacrificaron o algo”, opinó Juan Hipólito.

Apasionados por la historia de sus pueblos, Juan y Heriberto atesoraban lo que habían encontrado en esas tierras en donde ahora se sembraba maíz y frijol; en sus viviendas había desde puntas de flechas hasta vasijas, hachas, obsidianas, que simplemente recogían cuando enterraban el pico o el azadón.

Desde niños, uno y otro escucharon las historias de padres y abuelos sobre indígenas que vivieron en esos territorios, pero el descubrimiento de los panteones ya era otro nivel. Un antropólogo del Centro Cultural de La Laguna, José Luis Maeda, fue quien estimó la antigüedad de las osamentas y determinó que eran descendientes de la cultura Chalchihuite.

“Ese doctor se llevó vasijas, ídolos y hasta un esqueleto completo”, me dijeron mis guías y también recordaron que con frecuencia los buscaban investigadores, dado que desde 1971 el INAH le había otorgado el nombramiento de “inspector honorífico” de la zona a uno de ellos.

Las Peñitas es una zona plagada de historia, pero muy poco conocida. Allá por 1906 fue parte de la hacienda “El Saucillo”, propiedad del español Julio Curveló, quien adquirió fama porque antes que nadie compró un vehículo motorizado en Durango.

Era “el amo” de la hacienda y aprovechó un manantial para construir un espacioso y bien edificado baño, exclusivo para su propiedad; décadas más tarde, allá por los setentas, los ejidatarios construyeron tres albercas para seguir utilizando el agua del manantial.

En 1988 todavía permanecían las ruinas de ese cuarto de baño, contiguo al manantial enlodado, pero con agua todavía, construido para Curveló, como a un kilómetro de los cementerios indígenas descubiertos.

A manera de leyenda, no sólo Juan y Heriberto, sino demás habitantes de Antonio Amaro y de Carrillo Puerto, decían que ese manantial era una especie de mina de piedras preciosas, como el ópalo o algunas parecidas al diamante.

Lo increíble era que un documento con fecha de 1875 – legítimo y al que tuve acceso- y que en ese tiempo estaba en poder del Archivo de la Pequeña Propiedad del Estado de Durango, reforzó estas historias, que podrían pasar como ficción, contadas por los campesinos.

El documento en cuestión era una denuncia de propiedad que hizo Genoveva Contreras de Curveló, esposa del “amo” de la hacienda, luego de que “tres intrusos se metieron a mi propiedad y trataron de llevarse, o se llevaron piedras, preciosas del manantial de la hacienda”. Nunca se trató, pues, un cuento fantástico, sino de una historia real.

Fue casi irreal esa estancia en Las Peñitas de unas cuantas horas, porque nos alcanzó el atardecer y se extinguieron rápido los rayos del sol. La historia completa, contada el 13 de junio de 1988 en el diario Cima, mereció el Premio Estatal de Periodismo ese año, pero después todo fue quedando en el olvido y de cierto modo es preferible que permanezca así, porque, de lo contrario, esa zona habría sido saqueada o vandalizada, como otras muchas que ya no guardan ni una pizca de nuestra historia. 

TWITER: @rubencardenas10

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