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Los nenes con los nenes… y los adultos con los adultos

Con agrado acepté la invitación de un buen amigo para un cumpleaños de un familiar suyo a quien yo no conocía, pero igual me pareció buena idea, sobre todo cuando aseguró que se serviría una comida exquisita, abundante, con asado, arroz, rajas con queso, chicharrón, tortillas hechas a mano y todo lo que me parecía tan familiar, por ser también platillos que mi mamá acostumbraba cocinar ante el menor pretexto.

Llegué puntual, con mi regalo en mano -una botella de tinto-  y con la intención de reconectar con mi amigo y seguramente con otros del mismo grupo, a quienes supuse habría invitado también, porque algo había mencionado al respecto.

Era un amplio jardín, muy bien decorado, aunque me llamó la atención que hubiera muchos niños y niñas corriendo por allí, que los adornos fueran de héroes infantiles y que hubiera una piñata de alguna figura de moda en un rincón. ¿Me habría equivocado de lugar?

Y, mientras buscaba a mi amigo para salir de dudas, me topé con unas letras plateadas con el mensaje de “Felicidades, Dieguito, por tus tres años”. Sí que era una fiesta, con toda la mano, de un niño de tres años, lo cual no era raro para nada.

Lo raro es que yo fuera invitado a ella sin saber de qué se trataba. Casi quería esconder mi botella de vino tinto con moño dorado, en especial cuando una señora me dijo: pásele, joven y si gusta poner su regalo por allá. Claro que ni vio el mentado regalo, ni mucho menos lo dejé en la mesa indicada, que ya desbordaba de regalos y de adornos azulados.

El caso es que por fin ví a mi amigo, que me saludó muy festivamente y me acompañó a una mesa donde ya habían empezado a servir botanas y raspados de sabores. Me senté entre varias mamás y pensé en emprender rápido la huida, puesto que no tenía mucho asunto allí y, además, el que me había invitado andaba en varias ocupaciones.

En lo que decidía, empezaron a servir una comida tan variada y apetitosa, que francamente me hizo cambiar de idea: había mariscos, asado, tacos rancheros, arroz, frijoles charros, en fin…quien no dobleteó plato fue porque no quiso. Y todo acompañado de tequilas, mezcales y brandy sin medida.

Cuando acordé, ya estaban allí algunos señores, bastante amistosos, que me hicieron plática, así que con mayor razón me fui quedando hasta más tarde. La fiesta continuó como era de esperarse: los niños y niñas rompieron la piñata, aprovecharon al máximo los brincolines, comieron pizza, pastel, gelatina y jugaron hasta que algunos, entre ellos el cumpleañero, se quedaron dormidos.

Ya para las siete u ocho, la música cambió de Cepillín a la Banda del Recodo y otras muy famosas de aquel tiempo; al rato llegó la música en vivo, el mariachi y un grupo cumbianchero y ahora sí, de los niños ni se acordaron, porque la fiesta quedó de pronóstico reservado.

Las botellas en cada mesa se vaciaban y se abrían otras, las hieleras fueron quedando solas y nadie quería irse, incluido yo, que, ya ambientado, tenía nuevos amigos y tampoco me acordé, ingratamente, del que me había invitado, que a su vez departía con otros amigos. Era la fiesta de un menor, aunque el ambiente estaba lejos de serlo.

Total que, la fiesta terminó casi al amanecer y por allí alguien le dijo a los papás: ¿y Dieguito a qué hora se durmió? ¡Ya ni lo vimos!. Me fui pensando que dónde queríamos verlo, ni modo que anduviera entre los adultos que bebíamos alcohol y hablábamos de cosas definitivamente no aptas para niños. O sea que le invadimos su espacio a los niños.

Ya despejado, recordé otra fiesta de años antes, una boda celebrada de noche, donde fue al revés, o sea, niños conviviendo en espacio de adultos y en horario inapropiado para ellos, aunque obviamente no por voluntad propia, sino de los papás que ignoran esa petición de “No niños” al calce de algunas invitaciones a ceremonias de noche. 

En esta boda, los gritos y llantos de algunos bebés, seguramente molestos por ver interrumpida su rutina, no permitieron escuchar la ceremonia religiosa y había niños corriendo en la parte de atrás de la iglesia e incluso uno llegó hasta el altar y casi le arrebata las hostias al sacerdote.

Ya en la fiesta, otros niños se metieron a la pista de baile y le pisotearon a la novia la cauda del vestido, además de que le jalaron el tocado, a tal grado que varias mujeres presurosas acudieron a rescatarla de aquellos torbellinos imparables.

Había parejas elegantemente vestidas y algunas con su respectivo portabebé, que colocaban sea en el suelo o de plano sobre la mesa, con intención de tener al bebé todo el tiempo a la vista, pero sin fijarse la molestia que le causaba a su sistema nervioso tan delicado la estruendosa música en vivo y las conversaciones a gritos.

Otros chiquillos más grandes corrían por todos lados; a la hora de la famosa “viborita” también participaron entre los adultos y uno hasta salió descalabrado. Algunos papás bailaban con sus hijas pequeñas y las mamás hacían lo propio con los niños ¿Qué hacían niños tan pequeños en una fiesta de adultos?, me pregunté ante todo aquello. Pues nada, en nuestras fiestas como latinos solemos no distinguir las formas de diversión.

Sin embargo, vale la pena recordar a aquel filósofo tabasqueño de la cumbia, “Chico Che”: “Los nenes con los nenes, las nenas con las nenas”, decía una de sus creaciones; solamente habría que agregarle a ese pensamiento atemporal “Y los adultos, con los adultos”. Así todo transcurriría en mejores términos para todos ¿O no, amable lector?

TWITTER: @rubencardenas10

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