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¡Ay de aquellas veladas en el Club Blanco y Negro! El lugar “fifi” de los 40’s

Eran los años cuarenta y Durango se transformaba poco a poco en todos aspectos. El Club Blanco y Negro, ese espacio que después se convertiría en sede del Club de Leones, era el lugar obligado para los bailes de etiqueta, una verdadera pasarela para los portadores de los mejores atuendos en blanco y negro, muy afrancesados por cierto.

Y si bien era el lugar más “fifí” en Durango, también era caldo de cultivo para que de vez en vez asomara, en algunos de los visitantes asiduos, el racismo y la discriminación hacia quienes no consideraban sus iguales, o sea los que provenían de otro entorno, aunque eso no tuviera que ver precisamente con la clase social.

En aquellos años, Durango capital tenía, cuando mucho, la décima parte de los más de 700 mil habitantes de la actualidad y un mínimo de familias, muy notorias y con apellidos que resonaban fuerte, se podían dar una vida de lujos y grandes comodidades, incluso tener viajes exóticos que los ubicaban como una categoría aparte.

Esa selecta élite conformaba una especie de hermandad, un círculo muy cerrado en el que difícilmente se aceptaba a nuevos integrantes; ser foráneo o extranjero era motivo irrefutable para presionar el botón del racismo, palabra que por entonces ni siquiera ocupaba parte del léxico, pero que ya se practicaba.

Todo esto fue, en gran parte, una descripción de hechos de varias personas, entre ellas Esperanza Harb Rezek, de ascendencia libanesa, quien junto a sus hermanas Amalia y Victoria vivía en Durango porque sus padres, Banut Rezek y Yusef Harb, ambos inmigrantes, tenían negocios en Francisco I. Madero y en Durango capital.

Las tres hermanas se volvieron parte indispensable del grupo de familias de origen libanés establecidas en Durango, como los propios Harb -o sea Guerra- los Salum, Daher, Karam, Jacobo, Majul, Matar y Bujaidar, entre otras, pero no así en el más amplio grupo del conglomerado social duranguense.

Fue en alguna reunión a finales del 2007 cuando doña Esperanza Harb, quien por ese entonces ya pisaba los 93 años, me narró tal comportamiento de los ricos del Durango de esa época, lo que inclusive la llevó a ella y a sus hermanas a cambiarse el nombre, es decir, elegir uno en español y asociado a México, para sentirse más integradas.

El apellido Harb lo tradujeron a Guerra; su madre Banut pasó a ser Benita y el Rezek de plano casi lo desaparecieron y lo dejaron de uso exclusivo para documentos oficiales, todo en un afán de ser parte de una sociedad que ahora es abierta y hospitalaria, pero que en ese tiempo se caracterizaba por ser desconfiada hacia ciertas razas.

No le llamaban “bullying” en ese entonces, pero se practicaba, como ahora, en algunos estratos y se mostraba tal cual era en reuniones sociales o lugares de esparcimiento, como el Club Blanco y Negro u otros lugares donde se divertía la gente conocida o emparentada entre sí.

Me contó doña Esperanza, a quien desde siempre su familia llamó “Tía güera”, que un día su hermano Butrus Harb, quien prefirió ser llamado Pedro Guerra -padre del muy conocido e infortunado Fausto Guerra Barrena- acompañó a las tres hermanas a un baile de gala justo al Club Blanco y Negro.

La belleza y distinción de las tres llamaba la atención en cualquier parte, lo que probablemente contribuía a cierto rechazo de algunas jóvenes del primer círculo, pero nunca podrían haber previsto lo que iba a suceder en esa ocasión.

Al apersonarse los cuatro en la puerta, comenzaron las miradas hostiles de algunas y algunos que, al parecer, lideraban la fiesta, pero no quedó allí: de plano les mostraron tal repudio de  palabra y acción, que supieron sin lugar a dudas lo nada bienvenidos que eran.

Un escupitazo a Butrus, entonces un veinteañero de casi dos metros de estatura y corpulento, lo irritó de tal manera que, de un puñetazo, desmayó a su agresor. Las hermanas lo jalaron del brazo para salirse rápidamente, pero no pudieron evitar su detención por algunas horas.

Muy rápido llegaron policías preventivos y estatales por Butrus y fue seriamente amonestado, multado, sobajado y advertido de que no volviera a “herir” a un duranguense. A todo esto y más se comprometió ante los policías, pues lo que ansiaba era salir libre.

Por supuesto que jamás volvieron los hermanos Harb al Blanco y Negro; con el tiempo, dos de ellas dejaron Durango y sólo volvían de visita, a ver a la familia que se afincó aquí. Hay que resaltar que la sociedad duranguense ha cambiado desde entonces y ahora se nos conoce por amistosos y por recibir con agrado a los fuereños, sean de donde sean. El otro, es el Durango que ya se fue y ojalá nunca regrese.

TWITTER: @rubencardenas10

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