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La disyuntiva de soltar aquel metate pigmeo o irse al voladero

Este episodio sucedió años atrás, tal como lo voy a narrar: un amigo cercano, corresponsal en  Mezquital, me insistió en visitar ese municipio con un propósito algo bizarro, al menos en principio: corroborar la pasada existencia de pigmeos, un asunto de moda en aquel tiempo, más cercano a la ficción que a la realidad. Enseguida me interesó.

Se había formado, entre los antiguos pobladores de Mezquital, una relatoría de presuntos hechos que envolvían una historia apasionante, quizás fantástica, respecto a la supuesta presencia de personajes que habrían vivido en esos territorios en épocas pasadas, o sea, gente pequeñita que había desaparecido así como llegó.

Para tal efecto, desde la Edición de Asuntos Especiales del diario regional Cima, me hice acompañar de un reportero gráfico, un conductor curtido en los caminos serranos, con su vehículo provisto de cuatro bidones de gasolina y, por supuesto, un guía.

Entonces, ya llegando a la cabecera de Mezquital, tomamos el camino que nos llevaría a donde originalmente se ubicaba a los pigmeos; era un trayecto de varios kilómetros bordeando el escarpado Cerro Blanco, donde nace el manantial que da vida al balneario La Joya.

El sendero es angosto, pedregoso y siempre en las alturas, de modo que, en un descuido, puede acabar allí mismo la aventura. Hay que ir concentrado, mirando el suelo en cada paso, sin distraerse con el chirriar de alguna víbora -sólo esquivarla- o el salto de una lagartija.

Sin embargo, cualquier riesgo vale la pena al llegar al sitio indicado y disfrutar del impresionante paraje, cuya protagonista es una rugiente cascada que forma un estanque al caer. Esas aguas se encargan de mantener todo el entorno de distintos tonos de verde, desde pálido hasta el verde satinado más resplandeciente.

En ese escenario natural se cree que habitaron unos seres diminutos llamados pigmeos, quienes, a decir de los lugareños, se alimentaban de mazorcas o de lo que podían llevarse de las casas, a falta de un modo seguro de subsistencia.

Vimos cuevas pequeñas en el Cerro Blanco, propiamente agujeros profundos con altura no superiores al metro y 20 centímetros, que eran las viviendas de estos hombrecillos agrestes. Se alimentaban de peces y plantas, aseguraron en ese entonces algunos viejos de la región, a quienes sus antepasados les contaban esas historias.

De acuerdo a los testimonios que recogimos en la visita, aún había vestigios de ellos en las cuevas, como objetos de cerámica, instrumentos de labranza y hasta armas para la caza, algo que no pudimos corroborar por la imposibilidad de entrar en las oscuras cuevas más allá de la superficie.

No obstante, cerca de la tercera cueva que visitamos, encontré una piedra muy parecida a un metate, pero más pequeño de lo que conocemos normalmente, tal vez una cuarta parte, pero en extremo pesado. El guía fue el primero en asegurar que era un metate usado por los pigmeos.

Por supuesto que el hallazgo nos emocionó a todos y, como estaba allí abandonado, decidimos traerlo con nosotros. Ya de regreso, hicimos un descanso y continuamos, pero ni 200 metros adelante, un paso en falso provocó que lo dejara caer al voladero quien lo cargaba, o sea yo.

Así que la única posible prueba o vestigio de los pigmeos, lo cual estaría por verse, según las revisiones científicas correspondientes, se quedó en el fondo del precipicio y ni modo de bajar a rescatarlo, por muy valioso que fuera. Lo que es del agua, al agua.

Fue una excitante visita a ese municipio y mejor experiencia, llena de encanto y fantasía, porque, cuando menos desde la imaginación, nos maravillamos de la idea de los hombrecillos saliendo de sus cuevas y lanzándose al agua, esconderse bajo la cascada y moler en sus matates maíz, diversas semillas y hasta triturar carne. Se antoja volver al Cerro Blanco.

TWITTER: @rubencardenas10

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