Cuando una libreta y una pluma tronaron más fuerte que una escuadra
Esa tarde de sábado estaba decidido a terminar de escribir la cosecha informativa del día, con el fin de alcanzar a un grupo de colegas de El Sol de México en “Veracruz”, una conocida cantina con botana de categoría superior, en la colonia San Rafael, en Serapio Rendón 12, que todavía existe, muy reformada.
Y ya iba de salida, cuando la voz de “Zavalita”, mi compañero que nos llevaba comunicados, cables de télex y fotografías hasta nuestro escritorio, se oyó a mis espaldas: “Le llaman de la Jefatura de Redacción”. Zavala era un adulto mayor, con unos 70 años a cuestas, muy formal y bien acicalado, con su saco impecable y derechito en su caminar, como un veinteañero. Muy eficiente, además.
Con todo lo bien que me caía, nunca había sido tan inoportuno, porque a esa hora, cuando me esperaban desde hacía rato los “compas” de siempre, se me encomendó cubrir un concierto de ópera en la sala Ollin Yoliztli a cargo de personajes muy famosos, el cual comenzaría a las 8 de la noche y me estaban avisando apenas 15 minutos antes, cuando ya no encontraron disponible ningún reportero de cultura y espectáculos.
Ese recinto cultural está ubicado al final del Periférico y en ese tiempo, 1988, fácilmente se hacía una hora en llegar desde El Sol. No había segundos pisos ni más carriles en las grandes avenidas, lo que hoy permite más fluidez al tránsito vehicular, y los ejes viales estaban expirando tras una década de su puesta en marcha por Carlos Hank González.
De manera que, así de la nada, se me acabó el plan de ir a darle un merecido deleite de fin de semana a la garganta, pues había que cumplir con la inesperada orden de trabajo. Para colmo de males, llovía con esa intensidad a la que es difícil acostumbrarse, por todas las inconveniencias que provoca.
Ni remedio; salí corriendo a tomar el metro -en hora pico, con todo lo que eso significa- un microbús también abarrotado y al final un “pesero” en el que no cabía un alfiler y llegué hasta el entonces principal recinto cultural de la UNAM, pero del otro lado del Periférico, así que debía cruzar un solitario puente peatonal para acceder al evento.
Remojado a pesar del paraguas y con un natural sentimiento de enojo y frustración al imaginar lo feliz que la estarían pasando los amigos, mientras yo me abría paso entre una multitud afanada en resguardarse de la potente lluvia con granizo, apresuré el paso para alcanzar al menos el segundo acto, ya que estaba llegando muy retrasado.
Y, si ya estaba frustrado, ese sentimiento creció al cuadrado cuando ví el letrero en la puerta cerrada de la sala: “por causas de fuerza mayor se canceló el concierto”. Leí y releí la cartulina, como esperando que fuera un error la fecha o la hora y de repente alguien abriera la puerta y comenzara a llegar la gente de la que en ese momento ni señales había.
Ya siendo sinceros, sólo con dos o tres mentadas pude ventilar un poco mi coraje, pero no me podía quedar allí parado, esperando que la lluvia tuviera compasión de mí, dado que el paraguas ya no podía cubrirme más, destruido por las ventiscas y el granizo.
No había más remedio que volver a subir el puente para regresar sobre mis pasos, aunque ya sería a mi departamento, no a la juerga con los amigos. Si se hubiera manejado el término “bullying” en ese entonces, era precisamente lo que habría sufrido con ellos y no estaba dispuesto a tolerar ni un comentario.
Cuando me disponía a atravesar el referido puente, como a unos 30 metros de la escalera observé a dos sujetos algo sospechosos, pero no avanzaban hacia mí ni tampoco al otro lado; simplemente estaban parados allí, esperando a algún incauto que pude haber sido yo.
Me entró una sensación de miedo e instintivamente quise regresar, descender la escalera, pero en la parte de abajo estaban otros dos sujetos, volteando hacia arriba y sin duda preparándose para asaltar a un muchacho solo, sin siquiera una navaja a la vista para defenderse. Me habían puesto una trampa. Y eran cuatro.
Decidí irme por arriba; total, no traía reloj ni cartera, tal vez unos 400 pesos y nada más que me pudieran quitar, lo cual podría enojarlos más, pensaba yo, atropelladamente. El zumbido de los autos a toda velocidad que circulaban por debajo me podría haber dado una esperanza, pero estaban muy lejos como para que alguien a bordo me pudiera ver.
Entonces opté por defenderme, no doblar las manos aunque me fuera como me fuera y, al irme acercando a ellos, cuando los tuve como 15 metros, opté por guardarme la libreta con la respectiva pluma en la cintura, por la parte de atrás.
Con ambas manos la logré acomodar y en eso vi que los dos sujetos se dieron la vuelta y se echaron a correr, seguramente creyendo que yo había sacado una arma de la cintura; me fui detrás de ellos, no tanto por perseguirlos, sino por bajar rápido el puente, para escapar también de los otros dos.
Ya abajo, no ví a ninguno de los cuatro. El arma imaginaria hizo su parte para asustarlos tanto, que se esfumaron en un instante. Tomé un taxi y traté de ordenar mi mente. “Voy a mi casa, ni modo que a dónde, después de esto”, pensé, pero las palabras que pronuncié fueron otras: “lléveme al Veracruz, en la San Rafael”. Mágicamente, había recuperado el ánimo.
Mis amigos disfrutaron mucho la anécdota del puente y más bien me felicitaron cuando les platiqué de la inexistente pistola. “tas pesadote; tenías que ser de Durango, compa”, fue la primera expresión, a la que siguieron palmadas y bromas de que: “tas listo para quedarte aquí, ya pasaste tu prueba”. Y sí, por otros buenos años me seguí quedando en esa ciudad tan llena de contrastes y a la que es difícil olvidar, pero fácil llevarla siempre en el corazón.
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