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Con una madre así, ni cómo sentir miedo

Como sucede con la mayoría de los mexicanos, el 10 de Mayo es, aparte de cualquier otro día, el momento especial para recordar vivencias al lado de nuestra madre y apreciarla más que nunca, sobre todo si ya no está. Así pues, estuve repasando en la memoria momentos de mis distintas etapas junto a ella.

Le tocó una vida dura: Tuvo varias hermanas y un hermano; muy niña quedó huérfana de padre y al cuidado de su abuelo cuando su madre se volvió a casar. Después vivió y creció en casa de una de sus hermanas mayores y su familia.

Esperanza Vázquez de Cárdenas contrajo matrimonio muy joven y tuvo siete hijos, yo el menor. Joven también, antes de los 40, mi papá murió y ella nos tuvo que criar a puro pulmón, sin la ayuda de nadie. Valiente y entrona, siempre nos dio ejemplo de entereza, aun en los momentos más oscuros.

Cierto es que, de alguna manera, su historia es la historia de muchas mujeres de su generación, que enviudaron cuando sus hijos e hijas estaban en plena infancia y, a base de un máximo esfuerzo y sacrificio que suele ser incomprendido hasta que pasan los años, los forjaron en el camino del estudio y el trabajo honesto.

Y, para laborarles ese camino a sus hijos e hijas, hay que “rifársela” sin temor, que fue quizá el rasgo más distintivo de mi madre, quien además apoyó causas sociales impensables para su época, incluso fuera del ámbito familiar.

Por ejemplo, mostró gran solidaridad hacia los involucrados en la defensa del Cerro del Mercado, en aquellas famosas manifestaciones, primero de estudiantes y luego de otros sectores, en 1966. Se llevaba a dos o tres de nosotros, a veces uno en brazos, a esas concentraciones que levantaron el furor ciudadano de aquel Durango.

Como se recuerda, el movimiento surgió porque los estudiantes decidieron evitar que los vagones cargados de fierro del Cerro del Mercado salieran a Monterrey, sin dejar beneficio alguno para Durango; entonces los jóvenes se plantaron ahí mismo, en el lugar, hasta donde iban sus familiares o gente voluntaria a llevarles comida y agua.

Mi madre era una de las mujeres que no fallaba en esa tarea, pese a no tener hijo alguno en el movimiento: preparaba las viandas a su alcance -aun con el exiguo presupuesto después de alimentar a siete vástagos- y, fuera con viento, lluvia o sol extremo, se aparecía sin falta en la sede de las protestas con su bolsa de yute rebosante de lonches o burritos.

Para ella, no había otro camino más seguro para enfrentarse a la vida que estudiar y culminar una carrera profesional. Por eso, cuando visitaba a su parentela en alguno de los ranchos cercanos a San Juan del Río, casi siempre regresaba con una o dos aspirantes a ingresar a la UJED, el ITD o la Normal del Estado, a quien hospedaba en la casa sin costo alguno.

Mis hermanos y yo crecimos en esa atmósfera de hospitalidad hacia las parientes jóvenes, que por lo general pasaban meses bajo el cobijo de doña Esperanza mientras se establecían en la ciudad y se acoplaban a su nueva escuela y nuevo entorno. Ella siempre las protegió y no fue raro que se quedaran en la casa por más de un año.

Y una tarde ocurrió uno de esos incidentes que revelaría en toda su dimensión el carácter de mi madre: resulta que dos de esas estudiantes normalistas, una de Nombre de Dios y la otra de Vicente Guerrero, regresaban de sus clases y no se animaban a contarle a su protectora lo que les estaba sucediendo desde días atrás.

Se veían avergonzadas, de esa vergüenza inexplicable y paralizante que sufren las víctimas, y muy asustadas; el caso es que una de las dos agarró fuerza para contarle a doña Esperanza que “ahí a la vuelta está un señor que se baja los pantalones y nos dice que vayamos; ya nos espera y nos dice cosas bien feas; ha asustado a muchas estudiantes”.

Sorprendida y enojada, mi madre les dijo “¿ah, sí? Conque un viejo loco, espérenme tantito”; se dirigió a la cocina y de repente sacó un empolvado machete de algún mueble, luego agarró un chal y se lo puso para ocultar el filoso instrumento bajo el brazo.

Con la mirada, a mi hermano y a mí nos indicó que la siguiéramos y les pidió a las dos muchachas que “se adelantaran tantito” para que les saliera el sujeto al paso. Así lo hicieron y, algo nerviosas, caminaron unos cuantos metros adelante de nosotros para ver si el agresor caía en la trampa, aunque a nadie nos quedaba claro sobre lo que iba a hacer doña Esperanza.

“¡Mírelo, Esperancita, ahí está!”, gritaron, al tiempo que señalaban a un tipejo con los pantalones y calzoncillos en las pantorrillas. Mi madre se abrió con fuerza el chal y se lanzó sin dudar contra el tipejo, machete en mano.

Le soltó el primer machetazo, aunque no a matar, sino fue un golpe en las piernas, y el ya asustado sujeto lo pudo apenas esquivar; cayó al suelo, maniado con los pantalones, sin poder correr. Le llegó un segundo golpe en la otra pierna y entonces mi hermano mayor corrió a sujetar a nuestra enfurecida mamá, que le decía “¡déjame a este cab…para que se le quite andar molestando mujeres!”. El agresor huyó como pudo y nunca se le volvió a ver por los alrededores.

Regresamos a casa, entre asustados y con alivio de que ese problema iba a acabarse; las muchachas apenas podían creer que alguien las hubiera defendido con tal fervor. Mi madre se mantuvo seria, pero jamás arrepentida de su ríspida estrategia, muy efectiva por cierto, que liberó al barrio de ese azote.

Sin saberlo y sin conocer ese término, estaba abriendo camino para lo que hoy se llama “sororidad”, esa hermandad con las mujeres más desvalidas a su alrededor, aunque ella misma fue una de las más necesitadas de apoyo al principio de su viudez, sin nadie a quien recurrir.

Antes, en dos ocasiones quisieron meterse a robar por la azotea de la casa y, sin decirle nada a nadie, salió al patio y disparó al aire para ahuyentarlos. En ambas ocasiones lo logró. “Nomás faltaba que permitiera yo que nos quitaran lo poco que dejó su papá”, nos dijo. Con una madre así, ni cómo sentir miedo, de plano.

TWITTER: @rubencardenas10

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