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El migrante duranguense que a partir de 5 dólares se hizo millonario

Raymundo Otero, nacido en Topia, Durango, emigró a Estados Unidos en 1955, a St. Louis, Missouri y su historia allá estuvo tan llena de peripecias, que no la habría superado película alguna: Quedó semiparalizado a consecuencia de una lesión en varias vértebras, sin trabajo, dinero ni comida para llevar a su casa.

Un día, se animó a pedirle a un amigo 5 dólares prestados y con ese exiguo capital inició lo que se convertiría en un proyecto increíble: montar un restaurante de comida mexicana que se fue convirtiendo, con el tiempo y un gran esfuerzo creativo, en el principal en esa ciudad, y que lo volvió multimillonario.

En el tiempo que me narró esta historia de progreso y perseverancia, ya era un empresario exitoso en los Estados Unidos, pero muy unido a Durango, a donde cada año traía cargamentos de ropa, hasta treinta toneladas, para donarlas a través del DIF Municipal. En una de esas visitas accedió a darme una entrevista, algo que no le gustaba hacer, porque se manejaba con mucha modestia y de bajo perfil.

Fue muy dura la transición de ser un migrante desempleado y con una familia que mantener, a convertirse en dueño de un negocio próspero, me contó; hubo tantos obstáculos, que por momentos se quiso rendir, pero siguió adelante.

Llegó muy niño de Topia a Durango capital, a la colonia Santa María, junto a sus padres y sus diez hermanos. En esta ciudad, Raymundo Otero pasó su infancia y juventud y estudió hasta terminar la carrera de Ingeniería Electrónica. Contrajo matrimonio con Estela Herrera, de Santiago Papasquiaro y procrearon tres hijos, Socorro del Carmen, Carlos Alejandro y Raymundo Eduardo.

Las cosas, empero, se pusieron difíciles en cuanto a la economía y decidieron emigrar a St. Louis Missouri. Otero consiguió empleo en la compañía General Motors, donde le ofrecieron un salario inicial de 4.69 dólares la hora y luego le aumentaron a 6.69, pero la carencia de estatus legal le impedía acceder al salario que sus conocimientos merecían.

No podía aspirar más que a continuar como obrero ensamblador de piezas automotrices y a eso se aplicó por dos años, antes de tener un accidente laboral -una caída de una altura de varios metros- que lo dejó inválido por 14 meses. Dos discos de la columna vertebral le resultaron seriamente dañados.

La empresa se rehusó a indemnizarlo; incluso argumentó falsamente que el percance había ocurrido fuera de sus instalaciones y, como suele suceder todavía hoy, el hecho de ser migrante, no contar con documentos de estancia legal y sobre todo ser hispano, le impidieron emprender la defensa legítima de sus derechos laborales.

No se hicieron esperar los trastornos económicos familiares: entre los gastos médicos y los propios de la manutención familiar diaria, los ahorros se fueron esfumando, así que empezó a vender algunas de sus pertenencias, como el auto que con tanto esfuerzo había adquirido poco antes.

“Un día, después de escuchar llorar a mi hijo Raymundo porque tenía hambre, decidí pedir prestados 5 dólares a un vecino para comprar leche, pero mejor compré algo de comida para que mi esposa hiciera algunos tacos y burritos al estilo Durango”, recordó con añoranza.

No fueron muchos tacos ni burritos, porque con cinco dólares era imposible llenar una canasta, pero Raymundo se salió a la calle y se dirigió a la primera cantina que encontró abierta, donde le faltó mercancía para satisfacer a los hambrientos clientes.

Obtuvo 18 dólares de la venta (de esos dólares de 1960) y regresó a su casa con leche, algo para comer, pagó la deuda al vecino y compró lo que pudo para elaborar con su esposa más tacos y burritos. “Cuando vendí la segunda canasta completa, tomé la decisión de dedicarme por completo a la venta de comida mexicana”, me aseguró.

Con el paso de los días, en jornadas de 4 de la tarde a 4 de la madrugada, los tacos y burritos de Otero se vendían “como si los regalara”, por lo que el siguiente paso era instalarse en un lugar fijo, pero había un problema: No tenía suficiente dinero para el alquiler.

Entonces, casi providencialmente, conoció a un norteamericano que le ofreció un rincón de su negocio para que vendiera su comida mexicana, a cambio del 10 por ciento de las ventas totales y Raymundo aceptó. En seis meses, el “gringo” le dejó el lugar completo, porque ya no vendía nada.

Allí comenzó “El Dorado”, un restaurante que a finales de los 90’s tenía capacidad para atender a 350 personas sentadas y era referente de buena cocina mexicana en St. Louis Missouri. Y, ya con mayor seguridad y holgura económica, con su “Green Card” en mano y dominio total del inglés, Otero se dio el lujo de practicar durante un tiempo su profesión de ingeniero electrónico.

Sin embargo, ante el crecimiento de su negocio y la apertura de tres restaurantes más, tuvo que dejar de nuevo la ingeniería y dedicarse en cuerpo y alma a aquello que lo había salvado de la pobreza y le había dado a él y su familia -incluidos sus hermanos, a quienes emigró- grandes satisfacciones laborales.

Algo que me llamó la atención fue que Raymundo Otero nunca olvidó su tierra y origen, así  que desde 1968 empezó a enviar cada año a Durango un trailer con toneladas de ropa y calzado de muy buena calidad, que iba juntando entre sus amigos empresarios y sus conocidos.

En 1988, cuando me contó su historia, la cual está publicada con amplitud en mi libro “Durango en Primera Plana”, entregó al DIF municipal 30 toneladas de ropa, en su mayoría para niños, y 3 mil pares de tenis nuevos. “Todo esto traje esta vez, pero dicen que fue una tonelada y media solamente, quién sabe por qué dirán eso”, expuso con cierto dejo de queja y tristeza.

“No me interesa la publicidad, nunca me han entrevistado antes, pero no puedo negar que me gusta la política; tal vez me hubiera gustado ser diputado por Topia, pero esa etapa ya pasó”, me confió durante la plática y, al retomar el tema de su amor por Durango, habló de su anhelo por llevar al ballet folclórico de la UJED a su restaurante, porque “he llevado muchos artistas mexicanos, pero ahora quiero que sean nomás de Durango”.

Como muchos otros migrantes duranguenses, quería adquirir una propiedad aquí en la capital del estado, para compartir tiempos de estancia durante el año: “Cuatro meses en Estados Unidos, cuatro aquí en Durango y el resto del año para viajar por el mundo”.

Seguramente el emporio de los tacos, burritos y otras especialidades se mantiene y ha crecido en todos estos años; deben ser sus hijos quienes ahora están al frente para seguir con un negocio generacional, una buena práctica de los migrantes mexicanos en suelo estadounidense.

De don Raymundo Otero no supe más, excepto que siguió enviando por mucho tiempo sus tráilers con ropa, pese a que no llegaban completos, pero donde se encuentre, ya anciano, debe seguir feliz y satisfecho como estaba entonces, cuando me platicó su increíble vida de migrante, como muy pocas, ni duda cabe.

TWITTER: @rubencardenas10

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