Y cuando acordamos, estábamos rodeados por “zetas” en Zacatecas
Un día de verano del 2009, al terminar la segunda emisión del Sistema Informativo Lobo, a eso de las 4 de la tarde, tres compañeros y yo nos disponíamos a tomar carretera rumbo a Zacatecas para realizar algunas transmisiones de radio y televisión en vivo desde aquel campus.
Queríamos, por supuesto, evitar la noche en esa peligrosa carretera, muy custodiada desde entonces por policías y militares, como hoy, pero igualmente ajenos a las tropelías de comandos armados que asaltaban, secuestraban y se creían los amos del camino sin que nadie se los impidiera; lo mismo que sigue sucediendo.
Pues bien, en el reducido espacio de un vehículo Atos nuevo, Luis Ernesto Lozano, Juan Carlos González, Aldo Galindo y yo, acomodamos el equipo técnico requerido, básicamente cámaras de video, micrófonos y una mezcladora, así que no había milímetro disponible. Luis manejó de ida y yo iba de copiloto.
Después de las 5 de la tarde pasamos el municipio de Vicente Guerrero sin novedad y no quisimos detenernos a comer, pese a que habíamos trabajado desde las 5 de la mañana casi sin pausa, pero la cuestión de seguridad era más importante que entretenerse en alguno de los puestos o fondas -con tacos y lonches muy antojables, por cierto- de modo que nos seguimos de frente.
Luis Lozano no quiso dejar su lugar a otro porque, según dijo, no estaba cansado. De repente, en el primero de los prolongados columpios antes de llegar a Sombrete, surgió el primer aviso de que el motor del auto comenzaba a fallar, aunque este era nuevo; confiando en eso, los cuatro fuimos omisos.
Ya estaba oscureciendo y, justo antes de llegar a Sain Alto, es decir, la zona de dominio de los zetas, el motor del Atos se apagó en una prolongada cuneta. Nos orillamos para averiguar lo que había pasado. Aldo y Juan Carlos se lanzaron sin piedad contra Luis: lo culparon de haber “tronado” el motor por forzarlo con tanto cambio de velocidad.
“El freno de motor se usa nomás en camiones grandes”, sentenció Juan Carlos, quien, enojado y todo, abrió el cofre para ver qué podía hacer, aunque en realidad nada sabía de mecánica. Y los demás tampoco, aunque, eso sí, éramos buenos para echarle la culpa al atribulado chofer.
Llegó el momento en que los cuatro solamente contemplábamos el cofre abierto, pero ninguno tenía idea de lo ocurrido, menos de cómo arreglar el desperfecto. Ya era la hora en que nadie circulaba por allí y nos encontramos sin opción ni para regresar ni para continuar y no había señal para usar el celular.
El semblante nos comenzó a cambiar, porque no se parece la situación de ir cantando y platicando en un recorrido, a estar varados enmedio de la nada y, lo peor, en pleno territorio zeta. Pasó más de una hora y nadie se detenía a darnos ayuda.
El temor nos invadía en la medida en que el sol se iba metiendo, casi convencidos de que nadie se iba a detener al ver a cuatro tipos haciendo señales en la carretera. De hecho, los ocupantes de los pocos autos que pasaban casi nos daban la bendición, pero ni de chiste bajaban la velocidad.
En eso, vimos venir una grúa y claro que nos alegramos, aunque muy pronto nos alcanzó la frustración de verla pasar de largo. Estábamos por decidir si adentrarnos por ahí, esconder el carro para evitar el robo y pasar la noche ocultos, cuando la misma grúa dio la vuelta, al parecer para acercarse. Y sí, venía hacia nosotros.
Eran dos ocupantes, uno de ellos nos preguntó la falla y de plano nos dio vergüenza decirles que había fallado el freno de motor por los muchos cambios. El hombre comprobó rápidamente que el Atos estaba desbielado y se requerían precisamente los servicios de una grúa. Nos dio a elegir entre Fresnillo y Sombrerete para remolcarnos. Aliviados por esa posible solución, nos decidimos por Sombrerete.
Muy breve se nos hizo el recorrido y, tan pronto como entramos al pueblo, notamos un ambiente raro. Los conductores de la grúa rodearon el pueblo, hablaban por radio y de pronto doblamos en una calle periférica, a las orillas, hacia una especie de bodega con un enorme portón que se abrió y entró la grúa con el Atos encima y nosotros dentro.
Nos bajaron y en segundos nos vimos rodeados por seis hombres que para nada parecían mecánicos; con la poca luz que había, alcanzamos a ver la palabra Zeta en la parte derecha de sus cachuchas. En silencio, sin atinar ni a preguntar algo ni a movernos, cruzamos miradas, con un único pensamiento: ahora sí, hasta aquí llegamos.
Hablaron entre ellos, los de la grúa se fueron y el portón se volvió a cerrar. Uno de ellos, que parecía tener el mando, nos dijo rudamente que por 5 mil pesos nos podían llevar de regreso a Durango. Todavía no acababa de decirnos la tarifa, cuando le dijimos al unísono que estábamos de total acuerdo. Ya lo que queríamos era salir de ese sórdido lugar.
Y sí cumplieron. Nos trajeron de vuelta en una camioneta hasta el propio edificio de la universidad; fue un trayecto tenso, sin garantías de seguridad aparte de la palabra del hombre con quien hicimos el trato, pero qué tal si tomaban un atajo para secuestrarnos, robarse el equipo, o incluso asesinarnos.
Estoy seguro que todos vimos el estacionamiento de la UAD como el paraíso. En lo personal, nunca había tenido tantas ganas de regresar a Durango como esa vez. Sólo llamamos al contador para que finiquitara el costo del traslado, según habíamos quedado con ellos. Muy flexibles habían sido ya de aceptar el pago hasta llegar.
Los cuatro juramos no volver a Zacatecas, al menos en un buen tiempo, pero resulta que la semana siguiente ya estábamos allá, ahora sí cruzando la carretera a buena hora y con un carro “aguantador”, para la transmisión en vivo que nos correspondía. Mientras haya vida, todo es superable, sin duda.
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