“Éramos más de sesenta y había un solo baño”, nos dijo Miguel Rincón
“¡Ustedes están en la gloria, chavos! ¡Nosotros éramos más de sesenta y nada más teníamos un baño! hacíamos fila y a veces hasta echábamos brinquitos”, exclamó, muy convencido, Miguel Rincón Arredondo aquella tarde de visita en la Casa del Estudiante de Durango en la Ciudad de México, por cierto en días anteriores al sismo del 19 de Septiembre de 1985.
Y es que el hoy poderoso empresario duranguense fue uno de los miles de jóvenes de Durango que alguna vez vivimos en esa casa ubicada en la Tercera Cerrada de Cedro 10, de la colonia Santa María la Ribera. Y así como Miguel Rincón, solían llegar de vez en cuando egresados de la casa, atraídos por la nostalgia, casi siempre acompañados de hijos y familiares, a quienes les contaban episodios de su paso por ese lugar.
Y, como la casa solía estar abierta de par en par – algo curioso, tratándose de la CDMX- el empresario entró muy a sus anchas, saludando a quienes encontró a su paso. De entrada, no nos dijo su nombre; simplemente platicó que había vivido ahí, en la habitación 6, junto con otros seis compañeros.
La Casa del Estudiante es una vetusta construcción porfiriana de diez habitaciones, cocina, comedor, un espacio que fue habilitado como biblioteca, un patio de muy buenas dimensiones y el zaguán que no podía faltar a la entrada, como era lo obligado en las casas de esos rumbos tradicionales en la megalópolis.
Fue por los años 50 cuando cada gobierno estatal del país respaldó con esa medida salvadora a sus estudiantes que emigraban a la CDMX, pues contar con un techo seguro sin pagar renta, además de tener los tres alimentos y en una zona de fácil acceso, era una bendición, por decir lo menos.
Sin embargo, después de 1968, tras los acontecimientos del 2 de Octubre en Tlatelolco, las casas de estudiantes de distintos estados fueron desapareciendo y fue fácil para los gobiernos dejar a sus estudiantes a su suerte, considerando que casi todos los inmuebles eran alquilados, no propios.
En cuanto al entonces gobernador Héctor Mayagoitia Domínguez, la casa de Durango fue comprada y, hasta la fecha, permanece como una de las pocas que sigue dando albergue a jóvenes duranguenses que estudian en la capital del país.
Las generaciones hasta 1978-79 conocieron la época de bonanza de ese caserón, porque la hubo: dos cocineras a cargo de preparar alimentos tres veces al día, y bien servidos. De diversos donativos había costales de frijol, arroz, rejas de fruta, refrescos y leche al por mayor. Nadie padecía hambre.
Sin embargo, para tristeza de los que siguieron, esa época pasó y ya al inicio de los años ochenta cada quien se encargó se sobrevivir como pudo, lo cual significaría, literalmente, ganarse el pan con mucho sudor y esfuerzo, como estudiante de bajos recursos.
Esa tarde en que nos visitó Miguel Rincón nos recordó los beneficios de su tiempo, la responsabilidad compartida para tener limpia la casa, las fiestas que organizaban, entre otras cosas que nos parecían un sueño.
Todo estaba muy bien, excepto, como él mismo se preguntó, por qué al construir una casa tan grande no se pensó en el tema de más baños; sólo uno no era suficiente para nada menos que sesenta chamacos. Por eso nos dijo que estábamos en la gloria: ahora éramos menos de 20 y teníamos cuatro baños a disposición, aunque modestamente equipados.
Y en cuestión de los alimentos, algunos que vivimos allí en épocas más recientes que Rincón, no vimos dar tres comidas al día a la mayoría de los compañeros; uno mismo batalló para pagar los estudios o comer, era la disyuntiva. Lo más común era comer tortillas con sal, sobre todo durante los fines de mes. Lo que siempre sobró en algunos de los cuartos fueron las caguamas, tequilas y el brandy.
Eso fue parte de lo que le contamos a Miguel Rincón y, como se siguió viendo interesado en nosotros, en la carrera que cada uno estudiaba, pues ya nos sentimos más en confianza y le compartimos anécdotas y necesidades, como la de darle una “manita de gato” a nuestro querido refugio.
“Muy bien, pues hay de todo aquí”, dijo y propuso entonces convertir la casa en un edificio amplio, de varios niveles, para dar hospedaje a estudiantes de postgrado. “Tumbamos esto y hacemos algo funcional, que sirva a más estudiantes de Durango”, proyectó, un tanto emocionado, mientras nosotros escuchábamos, entre contentos e incrédulos.
En ese entonces, Miguel Rincón no había comprado la empresa Atenquique, en Jalisco, ni Celulósicos Centauro, en Durango, pero ya era un próspero empresario, que sin problema pudo haber cristalizado esa idea surgida de momento. Y claro que ahora, al ser uno de los hombres más ricos del país, todo sería más fácil; lo malo es que no debe recordar esa visita a su hogar estudiantil, aunque, pues, se vale soñar ¿No?
TWITTER @rubencardenas10
Ojalá hubiera cristalizado el plan de mejoramiento de la casa… bonita historia. Gracias por compartir ese recuerdo