Al tiempo

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“Lo que es del agua, al agua”, decía don Rubén Hernández

Ocurrió el encuentro fortuito una mañana cualquiera del 2004. Caminaba un servidor por la calle Gabino Barreda y casi al cruce con Zaragoza llamó mi atención un Datsun antiguo que me resultó conocido, con la puerta del chofer abierta, por donde salían unas largas piernas apoyadas en el cordón de la banqueta. Me acerqué y comprobé que era don Rubén Hernández, el mejor nadador duranguense en la historia, quizá más conocido fuera de su estado y país que en el mismo Durango.

De Rubén Hernández, que para ese momento ya estaba semiretirado, sus hazañas hablaban por sí mismas: dos veces cruzó el Canal de la Mancha, obtuvo más de 400 preseas en competencias nacionales e internacionales, nadó junto a los mejores del mundo a mitad del siglo pasado y fue maestro de natación de varias generaciones aquí en su tierra.

Decidí saludarlo; levantó la mirada cuando me dirigí a él y afirmativamente me contestó que era quien yo pensaba. “Así es, somos tocayos”, me dijo. “¡Ah, caray, también me conoce, pues!” Nos saludamos de mano y de manera muy natural salió a la conversación el tema deportivo, claro está.

A pregunta mía y, con la modestia conque siempre se condujo, me narró detalles de las dos veces que había cruzado el Canal de la Mancha y, como ya estábamos adentrados en una plática que no por espontánea era menos interesante para mí, también quise saber su experiencia de haber competido con Johnny Weissmüller gran nadador que, debido a esa habilidad, había conseguido el papel de Tarzán en el cine y se volvió ampliamente popular por eso.

Don Rubén recordó a Weissmüller como un deportista con cualidades sobrenaturales, con una capacidad pulmonar fuera de toda expectativa, ganador de cinco medallas olímpicas de oro y una de bronce, así como titular de nada menos que 50 campeonatos nacionales en Estados Unidos y que, por si fuera poco, estableció 68 récords mundiales, así que los cineastas de la época no dudaron en llamar a este tritón superdotado, de origen alemán, para encarnar por doce veces al protagonista de una de las películas más populares del momento.

“Ni siquiera imaginé que lo conocería en mi vida, pero gracias a la nadada conocí a los mejores de mis tiempos y hasta me eché mis entrenamientos con muchos de ellos”, me contó esa vez Don Rubén, con cierta satisfacción. Total que, luego de una conversación literalmente de banqueta, como de una hora, intercambiamos números y nos despedimos.

En ese 2004, don Rubén Hernández pisaba tal vez los 77 años y era todavía alto y de complexión atlética; sus grandes pies le proporcionaban, en conjunto con los brazos largos, una capacidad impresionante para dominar los cuatro estilos de la natación, junto con el de dorso alemán, que no tiene reconocimiento en competencias oficiales.

Ya en otros encuentros más planeados, como una entrevista televisiva, me contó que su interés por este deporte había comenzado en un enorme charco, a manera de alberca rústica, que se hacía en calle Zaragoza y Las Moreras, allá por la década de los cuarenta. No había albercas en Durango, pero eso no lo frenó para aprender a moverse en el agua.

Con el tiempo, se construyó el centro acuático “Ariel” en el espacio que hoy ocupa el patio cívico de la FECA, donde el joven Rubén Hernández fue descubriendo que la natación era más que un pasatiempo para él y ya lo tomó tan en serio, que empezó a inscribirse en diversas competencias en el incipiente micromundo de una ciudad sin playas y con una sola alberca pública, como Durango.

Cuando yo lo conocí, todavía realizaba entrenamientos muy arduos, hasta de varias horas. “La verdad yo me siento mejor en el agua que afuera”, repetía al salir de la alberca olímpica del Parque Guadiana o la presa Guadalupe Victoria, que era otro de sus espacios favoritos para entrenar. “Vamos, tocayo”, me invitaba, “en la presa no hay mayor dificultad; usted se la puede pasar a vuelta y vuelta”. No podía creer que alguien de 77 años pudiera andar así en aguas abiertas, a vuelta y vuelta, pero eso no era para mí, evidentemente.

Y es que sus rodillas ya acusaban el paso del tiempo y el alto rendimiento al que las había sometido; caminaba con dificultad, pero siempre se rehusó al bastón. En el agua, en cambio, se deslizaba sin problema alguno aun en grandes distancias. Más aún, era capaz de dormitar en el agua si ya estaba muy cansado; usaba la superficie de la alberca como un colchón.

-¿Usted sabe nadar? Me preguntó cierta vez

-No, ni siquiera flotar, le dije, un tanto avergonzado

-Ah, qué caray, pues eso se arregla en un rato; deme una hora para que usted ya ande nadando sin miedo; mañana temprano lo espero sin falta en la Olímpica.

¿Una hora? Pues bueno, ya estaba allí a las siete, como me pidió. Y, sin soltarme de la orilla de la alberca, escuché sus instrucciones, que parecían simples, pero no era fácil animarme de buenas a primeras. En fin, no tenía opción, así que empecé a flotar, a aprender técnicas de respiración, de braceo y, por increíble que suene, en menos de una hora ya había cruzado la alberca con algo muy parecido al estilo libre.

“Tocayo, es una lástima que haya llegado tan tarde al agua, pero la vida es así y va a aprender los cuatro estilos; es más, los va a dominar”. Lo que omitió decir es que no todo ese aprendizaje sería en la alberca; después nadamos en la presa Santiago Bayacora varias veces y, efectivamente, pude poner en práctica todo lo que me enseñó ese notable maestro y mentor.

Creamos una amistad entrañable y nadamos juntos muchas veces, claro que no de competencia, así que nuestras pláticas eran más en el agua que afuera. A menudo me confiaba vivencias, como cuando lo contrataron para sacar del agua a Michael Douglas tras una escena de la película “En busca de la esmeralda perdida”, cuyo rodaje, en parte, se hizo en las cascadas de El Saltito.

También lo buscaban los bomberos para que los ayudara a localizar personas ahogadas en ríos y presas, dado que en los 70’s y 80’s no había escuadrón de rescate en esa corporación, menos buzos. O sea que de alguna manera enfocó el deporte hacia el servicio social, pues eso no lo hacía ni por dinero ni por fama, simplemente por ayudar.

Y, como en otros casos, es una pena que no trascienda plenamente el legado del duranguense don Rubén Hernández; ciertamente es miembro del salón de la fama en el estado, ahí está su fotografía y alguna descripción de sus logros, pero no se le reconoció como se debe en su tiempo y hasta su máxima medalla de oro le fue robada y nunca devuelta;  “Lo que es del agua… al agua”, dijo un día, decepcionado.

A don Rubén Hernández lo sorprendió la muerte pocos años después de esta etapa en que yo lo conocí, cuando todavía sus capacidades en el agua habrían puesto en problemas a cualquier competidor treinta años más joven que él.

Tuvo una caída en una de las calles del barrio de Analco por el año 2007 y se fracturó la cadera, se le practicó una cirugía en el IMSS, pero ya no se levantó de la cama, pese a los cuidados médicos y de su familia. Falleció a los pocos días. Don Rubén Hernández fue un ilustre deportista y gran persona; sin duda merece un mejor sitio en la historia del deporte de Durango y que su herencia prevalezca para las nuevas generaciones.

TWITTER @rubencardenas10

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