En los últimos días, los principales puntos turísticos de Río de Janeiro han sido decorados con pancartas y esculturas que anuncian la ciudad como capital del G20. Esta campaña publicitaria conmemora un hito histórico: desde el 1 de diciembre, Brasil asumió por primera vez la presidencia rotativa del G20, el grupo de las principales economías del mundo.
Con un mandato de un año, Brasil pretende promover tres ejes centrales: combatir el hambre, la pobreza y la desigualdad; impulsar el desarrollo sostenible y reformar la gobernanza global. La presidencia culminará los días 18 y 19 de noviembre de 2024, con la cumbre de Río de Janeiro.
Los cariocas ya han comenzado el maratón de selfies con estas estructuras publicitarias de fondo. Una de ella ha sido colocada en la Plaza Mauá, delante del Museo del Mañana, donde esta semana precisamente hay otra cita importante para el futuro del gigante latinoamericano: la 63ª cumbre del Mercosur, también presidido por Brasil en el segundo semestre de 2023.
El orgullo y el optimismo que desprende la campaña del G20 en Río de Janeiro contrasta con las incógnitas que, desde el fin de semana pasado, ensombrecen la esperada reunión del bloque suramericano, formado por Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay. Es un secreto a voces que este vértice puede convertirse en un rotundo fracaso y que tal vez ponga fin para siempre a la posibilidad de una alianza comercial entre el Mercosur y la Unión Europea.
Durante más de dos décadas, estos bloques han estado negociando un acuerdo de libre comercio que involucra a 31 países, 720 millones de personas y aproximadamente el 20% de la economía mundial. Dicho acuerdo comenzó a negociarse en 1999 y prevé, entre otras cosas, la exención o reducción de impuestos de importación de bienes y servicios producidos en ambos bloques.
Deforestación, entre los obstáculos de las negociaciones
En 2019, cuando se firmó el preacuerdo, el Gobierno brasileño calculaba que este tratado provocaría un aumento del PIB de Brasil de unos 68.000 millones de dólares en un periodo de 15 años. Además, se estimaba que las exportaciones brasileñas a la Unión Europea se incrementarían en unos 78.000 millones de dólares hasta 2035.
Pero las malas prácticas del expresidente Jair Bolsonaro, durante cuyo mandato se produjo un aumento significativo de la deforestación en la Amazonia, llevó a los líderes europeos a redactar un anexo al borrador del tratado firmado en 2019 con nuevas exigencias en el área ambiental. El documento también introducía sanciones para los países que no alcanzaran los objetivos climáticos estipulados en el Acuerdo de París de 2015.
Entre dudas y desconfianzas, los diplomáticos de ambos bloques intensificaron en los últimos meses sus esfuerzos para firmar el acuerdo durante la cumbre de Río de Janeiro, a pesar de las discrepancias en los temas medioambientales. En los bastidores, los temores eran que la UE se negara a hacer mayores concesiones en el área de compras gubernamentales. Entre los temas más delicados, se destacan las compensaciones industriales, comerciales y tecnológicas.
En las semanas previas a la cita, Bruselas pareció flexibilizar su posición y aceptó mayores ventajas para las empresas brasileñas al disputar contratos públicos. El Gobierno en Brasilia se mantuvo firme y defendió que la UE tendrá que ceder aún más para que se pueda cerrar un acuerdo.
El optimismo todavía reinaba en el discurso oficial del presidente de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva. El 21 de noviembre, reafirmó que confiaba en conseguir el beneplácito de todos los miembros para crear la mayor zona de libre comercio del planeta; y que esperaba hacerlo antes de que el nuevo mandatario de Argentina, Javier Milei, asumiese su cargo el próximo 10 de diciembre, para driblar su explícita oposición.
La oposición del Gobierno francés
El 2 de diciembre, el presidente Emmanuel Macron dinamitó desde Dubai cualquier esperanza nutrida por Brasil sobre el acuerdo. Durante la COP28, Macron dijo sin pelos en la lengua que consideraba el acuerdo “anticuado” e incoherente con las políticas ambientales brasileñas.
En práctica, el líder francés se opone al acuerdo porque considera injusto pedir a los agricultores e industrias de su país que hagan esfuerzos para reducir las emisiones de carbono, mientras se eliminan aranceles para importar productos que no aplican las mismas reglas. Francia no piensa aceptar la eliminación de impuestos para la entrada de productos de agricultores que no cumplen con esas metas en sus países.
Es un hecho que, a lo largo de las casi tres décadas de negociación, este país siempre se ha manifestado en contra del acuerdo. Esta vez Macron no ha dejado claro si vetará el acuerdo, lo que de facto impediría el tratado. Aun así, sus declaraciones fueron contundentes y dejaron entrever las verdaderas razones de su postura: su apoyo incondicional a los agricultores franceses, tradicionalmente beligerantes en la defensa de sus intereses, incluso de las supuestas amenazas representadas por los vecinos europeos.
Redacción Voz Libre con información de france24.com