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A los dos duranguenses los sentenciaron a muerte en Estados Unidos

Una mañana de 1992 una noticia circuló por las redacciones de los periódicos en Durango: en casos separados, dos coterráneos habían sido condenados a muerte por homicidio en primer grado en los Estados Unidos; un juicio se ventilaba en Texas y el otro en Arizona. Era cuestión de semanas para la ejecución de ambos.

Tan singular caso despertó en mí el interés por investigar más sobre los acontecimientos que habían derivado en la pena capital: quiénes eran los condenados, de qué los acusaban, en qué municipios habían nacido, donde vivían sus respectivas familias, en fin.

En cuanto obtuve la información necesaria para integrar un trabajo periodístico en forma, busqué la manera de viajar un jueves muy temprano a Tayoltita, municipio de San Dimas, y a la cabecera municipal de Tepehuanes. A esas latitudes serranas se llega por avioneta, si se quiere uno evitar una tortuosa jornada por caminos peligrosos.

Así que, a eso de las 8 de la mañana, descendimos sin problema alguno en Tayoltita y no tardamos mucho en conectar con autoridades y vecinos de esa población, quienes dieron pormenores del asunto. Resultó que el acusado era hijo de un minero norteamericano y de una muchacha del pueblo, quien, al convertirse en madre soltera y sin apoyo, decidió cruzar la frontera. Del minero no se volvió a saber más.

Empero, no había más familiares que dieran cuenta de cómo vivía esa pequeña familia en algún lugar de Arizona, o a qué se habrían dedicado todos esos años, e incluso nadie estaba enterado del crimen que se le acusaba al muchacho.

No hubo, pues, más que terminar de recoger los pocos datos disponibles, observar un poco el entorno, desayunar y decirle adiós a ese poblado minero tan venido a menos desde entonces, que mostraba los remanentes de poderosos consorcios mineros que por muchos años se llevaron el oro y otros metales de esa región, como hasta la fecha.

Con algo de frustración, el camarógrafo y yo dirigimos a la polvorienta pista aérea del poblado, donde ya estaba listo el piloto para trasladarnos a Tepehuanes, en donde deberíamos tener más fortuna para complementar una historia que parecía evadir nuestras pesquisas.

La nave Cessna tuvo alguna dificultad para remontar la densa nubosidad que nos salió al paso y ya llevábamos cerca de una hora en el aire, tiempo de aterrizar, pero el piloto comenzó a dudar si estábamos o no encima de Tepehuanes, pues el paraje le pareció desconocido. Me dijo: se ve un pueblo bien arreglado, con muchas calles pavimentadas y escuelas. No sé si es el que buscamos.

Con algo de premura, me pidió sostener unos segundos el timón de la avioneta para verificar la cartografía, la cual dio la razón: Era el lugar indicado, por lo que enfiló a la pista y aterrizamos sin novedad; un chofer ya nos esperaba a la vereda de la pista, en una Suburban algo “traqueteada” por los caminos, para trasladarnos al pueblo, ubicado a minutos de distancia.

Amablemente, el hombre nos conectó con familiares del paisano nacido en ese lugar y condenado a muerte en la prisión de Huntsville, un lúgubre sitio en Texas edificado en 1849, que hasta la fecha tiene el récord de ejecuciones en la historia de Estados Unidos.

La familia vivía en las afueras de Tepehuanes, en pobreza extrema. El padre se dedicaba a recolección de basura bajo la nómina de la presidencia municipal, que no debía ser muy generosa, puesto que la casita era más bien un reducido jacal con paredes de madera y agujerados techos de cartón por donde se filtraba la luz, la lluvia, el polvo. No había ni cómo ni dónde sentarse.

Los familiares estaban compungidos y llorosos por la inminente suerte del muchacho en Texas, pero sin embargo, reconocieron que “era vago y mal portado, vicioso” y aceptaban totalmente su culpabilidad. No tenían modo de visitarlo antes de la ejecución por falta de visa y también de recursos para siquiera llegar a Durango. Era la expresión del dolor, la impotencia y la tristeza más profunda.

Aun cuando el caso era similar al de Tayoltita, la sensación fue diametralmente opuesta. De una familia no había rastro y de otra, nada podían hacer, ni tan sólo despedirse. No cabe duda que con la pobreza de por medio todos los males se vuelven peores.

Hayan tenido un juicio justo o sesgado, poco tiempo después nos enteramos que los dos habían sido ejecutados, con semanas de diferencia. El nacido en Tayoltita por inyección letal y el de Tepehuanes en la silla eléctrica. Nunca en la historia de Durango se ha vuelto a saber de una coincidencia tan trágica. Ojalá y nunca se repita.

CUENTA EN X: @rubencardenas10

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