La Casa Rosada, de mansión a sórdida mazmorra
La imponente construcción rosada de Aquiles Serdán 816, entre Zaragoza y Bruno Martínez, guarda historias tan contrastantes como ninguna otra del centro histórico de Durango. Fue construida en 1898 por el ingeniero de ascendencia alemana Estanislao Von Slonecki a petición expresa de Ladislao López Negrete, primo de Dolores Del Río.
La obra requirió de materiales foráneos, como el mármol rosado, el hierro de la verja frontal y otros más, que le dieron singular elegancia a cada detalle. Por cierto, de acuerdo a los apuntes del historiador Javier Guerrero Romero, Von Slonecki construyó después, en 1901, la casa que conocemos como El Sabino, por la misma calle Aquiles Serdán.
El Sabino, que hoy alberga el Museo Severino Ceniceros y antes sirvió como sede de una preparatoria y después de un velatorio de buen renombre, originalmente era la espaciosa casa de descanso del empresario alemán radicado en Lerdo, Bruno Hazer.
O sea, ambas residencias construidas por el ingeniero alemán pertenecieron a familias acaudaladas, una a los López Negrete y otra a los Hazer. Los primeros fueron, como se recuerda, fundadores del Banco de Durango, por calle Juárez, junto con Toribio Bracho de la Bárcena.
Empero, la Casa Rosada fue desmereciendo, con el paso de los años y pasó de dueños en dueños, hasta convertirse, por el año de 1960, en los cuarteles de la Policía Judicial del Estado, una corporación de oscura fama, muy bien ganada por sus métodos brutales y la impunidad con la que se manejaban sus elementos de todos niveles.
Dentro de esas paredes, donde por tanto tiempo se escucharon risas, voces y el trajín familiar diario, ahora había historias de horror y muerte, de tortura y de cualquier clase de violación a los derechos humanos, sobre todo cuando llegó Arturo González Anguiano a dirigir la corporación.
Este jefe policiaco tenía como sello sacar una confesión a como diera lugar, o sea a través de la tortura más despiadada, y así obtener esa “reina de todas las pruebas” como un trofeo en exhibición, más que como una forma de aclarar un delito, fuera leve o grave.
Lo menos peor que se sabe de González Anguiano es que sus candidatos a agentes eran contratados o no en relación directa con el número de asesinatos que hubieran cometido y, de hecho, a él mismo se le atribuyeron decenas de fallecidos en los sótanos durante los temidos interrogatorios.
Por desgracia, esos crímenes no eran sólo leyenda urbana, sino que se fue sabiendo más y más de lo que en verdad sucedía en esa casa, pero ninguna autoridad detuvo jamás al sanguinario policía y sus esbirros, quienes tenían en las aguas minerales con chile piquín, las chicharras y toques eléctricos, los alfileres, las cachiporras y otros objetos contundentes, sus más “eficaces” instrumentos para que todos los interrogados aceptaran ser culpables.
Algunos agentes que renunciaron contarían años más tarde que lo mismo perecían culpables que no culpables, sin que hubiera investigación alguna. No existía la medicina forense, así que justificar todas esas muertes era cuestión de trámite burocrático, de una simple redacción de dos párrafos para encubrir tan pavorosos métodos de confesión.
De manera que la otrora esplendorosa Casa Rosada cayó en la categoría del edificio más temido de la ciudad; nada más pasar por enfrente propiciaba cierto escozor e inquietud e incluso no faltaba quien escuchara los quejidos de los torturados durante la noche o las madrugadas.
Y es que con González Anguiano no había ley más pronta y eficaz que la suya. A los carteristas les daba una oportunidad para que dejaran a un lado el robo; a la primera detención les “leía la cartilla”: si reincidían y se les capturaba, ya se podían despedir de este mundo.
A los presuntos homicidas, abusadores de menores, violadores, abigeos, les aplicaba otros códigos desde que caían a los separos: tortura como primer paso de la “investigación”, sin manera de defender su caso. Unos serían culpables, otros totalmente inocentes, eso nunca se sabrá.
Eran los tiempos en que el término “derechos humanos” ni siquiera aparecía en el horizonte y ciertamente los jefes policiacos no estaban interesados en hacerlo aparecer, como tampoco las omisas autoridades judiciales, conformadas entonces por algunos personajes muy cuestionables.
En fin, la Judicial del Estado estuvo en Aquiles Serdán hasta la mitad del sexenio de José Ramírez Gamero (1986-1992) y el último jefe de la PJE en despachar ahí fue Antonio Díaz de León. Luego, la PJE se trasladó a calle 5 de Febrero y Reforma, frente a la Cruz Roja, donde funcionó hasta la administración de Ismael Hernández Deras, cuando se convirtió en Fiscalía General del Estado y se cambió a su edificio por la salida a Torreón.
Hoy, la casa refleja todavía un leve brillo de su belleza original, pero también tiene huellas del sufrimiento que se vivió dentro como una mazmorra para los infortunados detenidos, así que deberá pasar mucho tiempo y tener nueva vida para que uno pueda caminar por esa acera sin sentir una sombra de temor, un estremecimiento nacido de las muchas historias que se conocen de lo que pasó dentro de los muros de mármol rosa.
CUENTA EN X: @rubencardenas10
Excelente relato de la casa rosada. Yo recuerdo que la policía judicial se instaló allí en el gobierno de Páez Urquidi. Antes está en el palacio de gobierno y a los detenidos los tenían en los separos de la policía de la inspección de policía
Si mal no recuerdo el actual edificio de la fiscalía de inicio a construir en el gobierno del licenciado Guerrero Mier,
Otra narrativa leída para un libro que contenga todas las vívidas y/o conocidas por usted
Buenos días.. Excelente lugar para un museo , obviamente con las adecuaciones necesarias. Hermosa vivienda .. Saludos