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Ni para qué… esa fue la “quemadota”de mi vida

La oscuridad nocturna mar adentro no tiene comparación. Apenas se pierde la línea del horizonte y todo alrededor se ve, e incluso se siente, literalmente negro. Si acaso, el cielo estrellado da algún resplandor para no sentirse tan aislado de la luz.Y esto se experimenta con mayor intensidad si pasan varias horas sin ver tierra firme. 

Viví tal experiencia en el mar de Campeche en 1989, a raíz de una invitación de la Secretaría de Marina para cubrir como reportero de El Sol de México las llamadas “maniobras militares del año”, que se llevaban a cabo en un puerto diferente cada verano. 

La Marina realizaba un simulacro de invasión a la patria vía marítima y demostraba la capacidad estratégica militar para impedirla, así como su capacidad armamentista y las innovaciones en esa área, que eran de primer nivel. 

Sus buques bombarderos más potentes entraban en acción, comandados por elementos bien preparados en México y en el extranjero, entre otras actividades para las que se requería al menos cuatro días en altamar.

Y, aunque para los medios de comunicación en general no era un asunto prioritario, se asignaba a un reportero o reportera con espíritu de aventura para ir; si bien no era del todo un premio, constituía un estímulo para relajarse del trajín diario y hasta disfrutar del sol y la playa de una forma atípica.

Así que un lunes de madrugada me presenté en el hangar de la Marina Armada de México, en la zona de hangares del Aeropuerto Benito Juárez, para viajar a Campeche. Éramos alrededor de 45 periodistas de distintos medios de comunicación capitalinos.

Un viejo avión de carga, por cierto despresurizado, nos llevó allá, en un vuelo de tres horas. Llegamos al aeropuerto de Campeche con dolor agudo de oídos, para de inmediato abordar dos autobuses semidescubiertos rumbo al puerto de Champotón, al sur de la entidad.

Cuatro lanchas motorizadas de plástico rígido y con capacidad para unas doce pasajeros nos esperaban en la playa para llevarnos unos 250 metros mar adentro, donde permanecían dos imponentes buques acorazados, de los cuatro que tenía la Marina, bien pertrechados con cañones de gran calibre.

Enormes redes cubrían una pared de los barcos y por ahí subimos a cubierta, en dos grupos, unos con dificultad y otros con mayor ligereza. Al principio todo era algarabía y plática, pero al poco tiempo comenzamos a sentir la pesadez de entrar en una atmósfera tan densa.

Los barcos apenas andaban a unos 20 nudos por hora, es decir, unos 35 kilómetros. Como era embarcación militar, no se permitiría el uso de juegos de azar, ni beber alcohol. Así que nada de cartas, dominó, etcétera, y menos sacar una cerveza o anforita. 

Los camarotes que nos dieron para descansar medían dos y medio metros de largo por uno y medio de ancho. Y bueno, descansar era una idea fallida, porque era demasiado el movimiento del barco sobre el mar picado.

En cuanto se metió el sol, nos llegó la oscuridad a plenitud y debimos retirarnos al camarote, dentro del cual no se alcanzaba a ver ni a un centímetro de distancia y daba lo mismo mantener los ojos abiertos que cerrados. La falta de costumbre de dormir en esas circunstancias volvió todavía más prolongada la noche.

Por eso, tan pronto como amaneció, la mayoría del grupo salimos a cubierta para ver qué procedía. Los marineros tenían instrucción de no interactuar mucho con nosotros y por eso nos dejaron el desayuno sin hablar; debíamos esperar a que las acciones comenzaran para hacer preguntas y tomar videos.

Total, al segundo día de estar aguas adentro, ya con información puntual sobre el operativo, decidí, junto con José Luis Aguilar, reportero de El Nacional y otros tres compañeros, variar un poco la rutina y, sin que nadie nos viera, subimos a la segunda escotilla del mástil principal, para ver el panorama desde la altura. 

Serían las 11 de la mañana y el sol campechano empezaba a calar fuerte, pero nadie llevaba bloqueador. Conversamos por un buen rato, hasta que el mismo calor nos fue adormilando. Un ruidoso ajetreo abajo nos despertó después de varias horas; todos nos andaban buscando y esperaban lo peor, así que muy “espichaditos” bajamos para ser vistos.

Y vaya que fuimos vistos: uno de los marinos nos quiso llamar la atención, pero al vernos de cerca se detuvo con un gesto de estupor. ¡Resulta que ese rato al sol nos había provocado quemaduras de primer grado! Ni podíamos sonreír por tanto ardor y teníamos ampollas en el pecho y cara. 

Había un enfermero militar a bordo y él se hizo cargo de las curaciones. Nosotros seguimos con nuestro trabajo, aunque adoloridos y casi sin poder usar camisa, pero conscientes de que no habíamos sido enviados a esa cobertura para dar problemas, sino para cumplir una misión informativa.

Dos días después, regresamos a tierra y ahí presenciamos el momento crucial del simulacro de invasión, que dio para una nutrida crónica. No he vuelto a tener un viaje tan prolongado mar adentro, pero eso de asolearme por horas ha sido una práctica recurrente, sólo que ahora con bloqueador y por menos tiempo. La verdad es que, como reportero o como turista, apoyo eso de que “en el mar la vida es más sabrosa”.

CUENTA EN X: @rubencardenas10

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