Y resultó ser de Durango el amigo entrañable de Juan Pablo II
Una mañana, a mediados de 1989, el empresario Miguel Rincón Arredondo, actual CEO de la empresa Bio Pappel, desayunaba con cinco hombres de negocios, entre ellos un minero y un comerciante a gran escala, en un discreto lugar de la ciudad de Durango; el motivo del encuentro era ciertamente de la mayor importancia para ellos como duranguenses.
Los seis querían ponerse de acuerdo para emitir una convocatoria hacia los empresarios y empresarias locales, unos cien cuando menos, para viajar a Monterrey al año siguiente y expresarle sus saludos y respetos al Papa Juan Pablo II, quien tenía programada una histórica visita a cuatro ciudades de México en mayo de 1990.
Ya entrados en materia, se diversificaron las opiniones: unos querían publicar una carta en un diario y otros pugnaban porque una comisión le entregara directamente al Papa esa carta, pero les faltaba una buena “palanca” al interior del equipo del Pontífice y conseguirla no se veía factible; en fin, las propuestas iban y venían, sin que asomara una conclusión.
De repente, en medio de la lluvia de ideas, Miguel Rincón lanzó una atrevida pregunta: “¿y por qué mejor no invitamos a Su Santidad a Durango y nos dejamos de complicaciones?” Como es natural, todos quedaron en silencio, tal vez dimensionando el contenido de cada una de las palabras.
Faltaba un año para el acontecimiento en cuestión y, obviamente, a esas alturas ya nada se puede mover y menos en una dirección tan inesperada. Durango no figuraba en el mapa de la visita ni siquiera para que el avión de Alitalia surcara su cielo, así que era un planteamiento destinado a morir antes de ver la luz.
Y comenzaron a surgir los clásicos comentarios derrotistas, que en este caso tenían su gran dosis de realismo: “Como si fuera tan fácil”, “Ya mero va a querer el Papa venir aquí”, “Eso es imposible”. El respeto hacia el autor de la idea les impidió decirle algo más fuerte en relación a de dónde había sacado semejante propuesta.
“No sé si será fácil o difícil”, les contestó Miguel Rincón, “pero vamos a preguntarle a alguien que nos clarifique sobre este tema; vamos ahorita a verlo en persona”. Ese “alguien” no era otro que el Arzobispo de Durango, Antonio López Aviña.
Sin mucha expectativa de solución, pero los seis acordaron explorar qué posibilidades había aunque fuera de un saludo del Papa a Durango, indirecto o directo, por lo que apresuraron el desayuno y caminaron unas cuadras hasta la sede del Arzobispado, en avenida 20 de Noviembre y Francisco I. Madero, para solicitar ser recibidos.
Y sí, el influyente Monseñor López Aviña accedió a verlos, aunque es seguro que no esperaba una petición en tal sentido. En primera instancia, le consultaron cómo promover una iniciativa para que Juan Pablo II estuviera al menos unos instantes en el aeropuerto y allí lo pudieran saludar los empresarios a nombre de las 50 mil personas que irían a recibirlo. O sea, algo así como un evento relámpago a través del cual Su Santidad experimentaría el fervor duranguense.
La respuesta de López Aviña fue breve, pero contundente.
-Eso no se puede. El Estado Vaticano programa las giras del Papa con un año de anticipación y nada se modifica entre una visita pastoral y otra, a menos que surja una causa de fuerza mayor, les aclaró.
-Pero es que nunca toman en cuenta a Durango, siempre le han quedado a deber, se quejó uno de los comerciantes.
-Esa no es ninguna causa para lograr un cambio en la agenda de la visita pastoral del Papa a Mexico, atajó Lopez Aviña.
-¿Y ni siquiera se puede intentar que, cuando regrese de Monterrey a la Ciudad de México, haga una escala en Durango para que lo salude la multitud, sin bajarse del avión?, se animó a proponer otro.
-Imposible, no se puede hacer eso, les remarcó el Arzobispo. Y lo escucharon tan determinante, que no tuvieron sino agradecerle su tiempo e irse; eso sí, muy desanimados y con caras largas.
Todavía ni dejaban el recinto, cuando ya le habían caído encima los reclamos a Miguel Rincón: “Te dijimos que no se puede, que para Durango nunca hay nada, pero bueno, tú insististe…”, entre otras expresiones de frustración. “Simplemente tocamos una puerta que no se abrió; vamos a tocar otra”, les dijo, refrendando esa imagen suya de que no se da por vencido con facilidad.
Fue entonces cuando les sugirió viajar a la capital del país para visitar al Nuncio Apostólico Girolamo Prigione, máxima autoridad de El Vaticano en México. Con algo de resistencia, pero los seis convinieron en explorar esa vía. Desde la oficina de uno de ellos enviaron un fax y en unos días recibieron la notificación de que los esperaban en CDMX.
Con amabilidad y atingencia fueron recibidos tres de los empresarios en la sede apostólica y allí le plantearon a Girolamo Prigione el proyecto rechazado por López Aviña. Muy atento, el Nuncio los escuchó, pero mantuvo la misma postura de López Aviña y les hizo ver lo difícil de cambiar la agenda establecida.
Esta agenda contemplaba como eventos principales y únicos un mensaje desde Monterrey a los empresarios del mundo, la celebración en Puebla de una misa de ordenación de cien sacerdotes y un mensaje pastoral para todos los reclusos del mundo desde un penal en Jalisco.
Según les explicó Prigione, en cada gira por países importantes, el Papa suele encabezar tres eventos de gran calado; por eso se planearon esos tres, uno para cada ciudad que visitaría, pero no quedaba tiempo ni espacio ni planificación para otros.
Y en esa explicación estaban, cuando le avisan al Nuncio de una llamada telefónica urgente, ante lo cual les solicita trasladarse a una sala aledaña a su oficina y que lo esperen unos minutos, porque debe “contarles una historia muy interesante”.
Transcurrido el lapso, Prigione retoma el tema y les expone a los tres empresarios duranguenses liderados por Miguel Rincón “algo que ojalá y les sirva para lo que andan buscando”.
“Les voy a platicar algo real que les puede servir de algo, no sé. Después de la Segunda Guerra Mundial, llegó a estudiar teología a Roma un sacerdote polaco llamado Karol Wojtyla, quien terminó un posgrado en Derecho Canónico y mantuvo una relación estrecha con un sacerdote latinoamericano; se comunicaban en latín”.
“Un día, Karol le dijo a su amigo: me agrada tu actitud; eres estudioso y comprometido, eres fiel a tu propósito y quiero que me permitas realizar mis trabajos profesionales junto contigo. El joven aceptó de buena gana”.
“Inició entre ellos una relación todavía más fraterna a partir de aquel momento y un día Karol Wojtyla le hace una confesión a su amigo: No te lo he dicho antes, pero no sólo me caes bien por lo que te dije antes, sino además porque te pareces mucho a un benefactor de mi familia, a alguien que salvó de la ruina a mi familia en Polonia; te pareces al Papa Pío XII. Así que, si ya éramos amigos, ahora somos hermanos”.
-¿Y quién creen ustedes que era ese amigo latinoamericano?, les preguntó Prigione a Rincón y acompañantes. Ni idea, le contestaron.
-¡Pues lo tienen en Durango!, se llama Antonio López Aviña; de modo que si hay alguien capaz de solicitar un cambio en la próxima visita de Su Santidad a Mexico, es precisamente él.
-Lo que no sabe usted, señor Nuncio, es que ya hablamos con él y “nos mandó por un tubo”, replicó Miguel Rincón.
-Sí, pero cuando eso sucedió ustedes no conocían esta historia, les dijo y los despidió de la nunciatura con esa pequeña luz de esperanza.
Los tres hombres de negocios cobraron ánimo y de inmediato tomaron un vuelo de regreso a Durango. Una vez aquí, del mismo aeropuerto corrieron a ver de nuevo a Lopez Aviña. El encuentro esta vez duró 12 horas, el tiempo que les tomó convencerlo de intentar lo que antes parecía imposible.
Ahí mismo redactaron una propuesta general, que evidentemente les fue aceptada y, a la vuelta de unas semanas, les llegó la confirmación de que, contra todo pronóstico, el Papa Juan Pablo II -o sea el viejo camarada Karol Wojtyla- había aceptado venir a Durango, una ciudad sin relevancia en la estrategia pastoral de El Vaticano.
Así pues, desde el teatro Ricardo Castro, aquel 9 de mayo de 1990, a una temperatura inusual de 40 grados, Juan Pablo II dirigió un mensaje a los empresarios del mundo, visitó el Cereso número Uno, abrazó a algunos presos y presas y desde ahí lanzó un mensaje de aliento a los reos de todos los países.
Asimismo, ordenó a cien sacerdotes en el altar instalado en un inmenso terreno del fraccionamiento Jardines de Durango, hoy bulevard Juan Pablo II. Y todavía más: pasó la noche en la ciudad de Durango, precisamente en la sede del Arzobispado, hasta donde le llevaron serenata diversos grupos de jóvenes católicos.
Por la mañana, dijo haber descansado muy bien, desayunó en el propio Arzobispado y ofició una misa en la Catedral de Durango, para más tarde dejar la ciudad que nunca estuvo en su radar, excepto por el tesón de un grupo encabezado por un hombre que sigue siendo un referente en los negocios y también por una amistad que de la nunca hizo alarde Monseñor López Aviña.
El Papa cumplió el resto de su agenda en Monterrey, Guadalajara, Puebla y CDMX, pero Durango fue “el ganón” en esa épica visita que movió en muchos sentidos el concepto de la fe entre quienes salieron a las calles a verlo.
Fue el propio Miguel Rincón quien contó esta anécdota ante un auditorio repleto en el teatro Ricardo Castro, durante la disertación de una conferencia magistral sobre el pensamiento positivo, dirigido a la clase empresarial, a fines de 1997.
(Mi agradecimiento a Manuel Guzmán, asistente a esa conferencia, a fuentes internas del Arzobispado de Durango y a fuentes del gobierno estatal y del municipio de aquel año)
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