Ninguna como la boda express del primo Rogelio
La boda del primo Rogelio, celebrada hace ya unos cuantos lustros en Menores de Abajo, municipio de San Juan del Río, fue única, rara, atípica, difícil de explicar y de entender si uno no pertenecía a ese contexto y por esas mismas razones es digna de ser narrada.
“Roger”, como le llamaban en la familia, emigró casi adolescente a San Diego, California y amasó fortuna en pocos años debido a su habilidad y talento como constructor y a cargo del diseño de albercas en diversas casas de gente muy famosa, entre ellos deportistas y artistas, así que le iba muy bien.
Un día anunció que había decidido casarse, pero no con alguna novia de allá, sino quería directamente pedir la mano de una muchacha del rancho, alguna que fuera conocida de su familia y con quien pudiera “cartearse” y hablar por teléfono -las vías más usuales en aquel tiempo-para formalizar.
Encomendó la pedida a su papá, Don Lencho, quien le preguntó: ¿a cuál quiere que le hable de su parte, mijo? hay tres que pueden aceptar. La respuesta fue: La que sea. Y bueno, entonces quien decidió el asunto fue el futuro suegro de la muchacha elegida, que se llamaba Bernarda.
Y en cuestión de pocas semanas la formalidad llegó y comenzó la agitación en la familia porque tenía que ser una boda en grande, precisamente para un sábado de mayo, cuando todo estaba florido, pese a la poca lluvia.
Por nuestra parte, nos fuimos a Menores desde muy temprano, dado que mi hermano mayor era padrino y mis hermanas no querían perder detalle del barullo que se percibía por el pueblo, el cual, sin la mínima duda, estaba invitado en su totalidad.
Y yo, aunque no hubiera nacido en esas tierras, siempre sentí que allí estaban mis verdaderos orígenes, porque durante mi niñez pasaba las vacaciones completas con mis parientes en ese pueblo tan pintoresco y cálido en todos sentidos.
En la casona de la fiesta, el movimiento era por demás particular: Unos hombres con sombrero preparaban una enramada muy amplia para que las mujeres cocinaran sin exponerse tanto al sol. Ellas, todas voluntarias, iban llegando con bateas de madera, cuchillos, tepalcates y utensilios para su crucial labor. No faltaron tampoco los tinamastes para colocar comales, ollas y casos sobre el fuego.
La carne ya estaba en trozos grandes y las cocineras se ponían de acuerdo sobre qué guisos iban a hacer: el famoso asado de bodas, el caldillo, chicharrones y albóndigas. Un hombre, muy diestro en la afilada de cuchillos, las apoyaba en limarlos y dejarlos casi transparentes de tan filosos. A puro cuchillo molieron carne para albóndigas, nada menos.
Llegaron también los músicos poco después, procedentes de Rodeo, todos hechos bola en un Volkswagen. Eran cuatro y traían el enorme “tololoche”, casi por fuera de una ventana. Uno de ellos usaba unas botas muy extrañas, con el tacón metido casi hasta el puente de la planta del pie, pero caminaba con normalidad, muy adaptado a esa moda, que alguien pronto descifró: “Son botas de tacón estilo cubano”, dijo.
Y nos dieron las 12, hora en que todo el pueblo salió disparado a la iglesia, por cierto contigua a lo que fue “la Casa de las cien puertas”, propiedad de la familia Natera. Se fue convirtiendo, con el tiempo y con los embates de la revolución, en sólo una fachada que se mantuvo en pie durante muchos años todavía.
El Roger estrenó un traje vaquero norteño azul, tipo los que llegó a usar después “Chalino” Sánchez; la joven novia se veía radiante con su vestido de encaje, cuyos bordes no tardaron en quedar marcados por aquel aterradero típico del mes de mayo.
Transcurrió la misa y, a la salida, los músicos y la gente caminaron detrás de la pareja hasta el lugar de la fiesta, sin faltar los cuetes, los pequeños petardos, los silbidos de “chiqueadores” y “palomas”. Era tal el ruido de tanta tronadera, que pocos ponían atención en el alegre conjunto musical.
Antes de comer, la gente bailó con ganas las polkas, chotices, corridos y demás. Sudaban a chorros, pero no se detenían, mientras que los más viejos preferían comer y beber un buen mezcal. Y, de acuerdo a la tradición, a la hora de servir el banquete llegaron decenas de mujeres y niños con cazuelas y ollas para llevarse comida a casa.
Curiosamente, el que no parecía muy convencido de la celebración era el propio Rogelio; no comía ni bailaba y tampoco se mantenía al lado de su esposa. Alguien le preguntó por qué andaba tan lejos de ella y él, nervioso, confesó: “la verdad casi ni la conozco”. Ya después platicó en confianza que dos veces había hablado por teléfono con ella y se habían hecho novios de inmediato, pero hasta ahí.
La fiesta siguió por horas, hasta el día siguiente. Claro que ya de amanecida no faltaron los pleitos de borrachos, aunque sin consecuencia, que yo recuerde. Nosotros regresamos a Durango ya de noche y no quisimos quedarnos a la tornaboda.
De repente se supo, menos de una semana después, que los nuevos esposos ya no estaban juntos; de hecho, ella se había quedado en el rancho y él se regresó rápido a San Diego. Se dijo que, así como había empezado el amor por teléfono y carta, así mismo se acabó, sin muchas explicaciones para las respectivas familias.
Ella encontró pareja a los meses y cambió de vida y de pueblo y él siguió soltero muchos años más; casi a los 50 encontró una colombiana que le guiñó el ojo en un “mall”, allá en San Diego, y siguen juntos. El primo hizo mucha fiesta y todos la disfrutamos, grandes y chicos, pero eso no quita que, de plano, “se pasó”. ¿O no?
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