Además de formidable, la música norteña sirve hasta pa’quitar el hambre
Cuando uno es estudiante foráneo, teme el final de cada mes, porque la situación económica se pone todavía más precaria; se batalla hasta para comer y hay que estirar hasta el último peso, limitarse lo más posible si no quiere faltar a sus compromisos más importantes, como pagar la renta y la colegiatura.
Lo más común para mí en esas circunstancias era llegar a la muy concurrida panadería Fresno, en la Santa María La Ribera, por un litro de leche, una concha y un polvorón que me servirían para cena y desayuno. Era pan sencillo, barato, sin glamour, pero algo tenía de manjar para los habitantes de la colonia y para los estudiantes como yo.
Una de tales ocasiones, se me acercó una señora acompañada de dos muchachas y, en un tono casi maternal, se ofreció a pagarme la leche y el pan, al verme contar mis últimas monedas frente a la cajera. La abundancia, como la escasez, no se pueden ocultar.
Claro que me negué a la propuesta, aunque débilmente, queriendo para mis adentros que la señora insistiera, lo cual hizo y mucho se lo agradecí, porque implicaba tener algo de alimento mientras se acercaba el plazo para la llegada del giro postal, ese medio por el que se enviaba dinero de una ciudad a otra.
Dijo llamarse Juanita, mamá de Pilar, una de las muchachas, y tía de Leticia, la otra acompañante. Las tres se notaban sinceras; me preguntaron si vivía por allí, pues ya me habían visto en la panadería varías veces. Les dije que era de Durango, lo cual no les sorprendió. “¡Ah, con razón tu tono de voz y tus botas norteñas!”, me dijo la amistosa señora.
Me invitaron a cenar a su casa la noche siguiente y de ahí comenzó la cercanía con esa familia a través de las coincidencias que van surgiendo de la amistad. Por ejemplo, ambas muchachas querían aprender a bailar música norteña y no sabían cómo podrían hacerlo, así que me ofrecí a ser su improvisado instructor, por cierto con más entusiasmo que conocimiento.
Dispusimos la tarde de cada domingo, luego de la comida, para darle vuelo a la “bailadera” y, en lo que empezó como una mera propuesta de enseñarles algunos pasitos del norte, sin apenas darnos cuenta se prolongó hasta completar fácilmente un año y medio.
Nunca imaginé que las rolas de Carlos y José, principalmente “El Chubasco”, “Amores Fingidos”, algunas de los Tigres del Norte, de Invasores, entre otros, serían causa primordial para que cada domingo fuera invitado a su mesa, muy espléndida por cierto.
De hecho, hasta “de gane” salí, porque, además de probar ricas viandas, aprendí lo esencial del rock&roll, la salsa y la cumbia, los ritmos que más se bailan en la Ciudad de México y a los cuales Pily y Lety se declaraban aficionadas, así que los domingos de baile eran muy variados.
Y bueno, no es secreto alguno que los capitalinos “la sufren” para bailar norteño, así que era cosa de tener paciencia, pero ¿quién tiene prisa en enseñar rápido, cuando es tan bien recibido en un hogar, aparte de la comida casera y las atenciones? No era algo de todos los días para un foráneo y siempre estaré agradecido con esa familia, a la cual traté de corresponder con lo poco que estuviera a mi alcance en aquel momento.
Así pues, fuimos avanzando en las clases dominicales; más de una hora le dábamos a lo norteño y después venía la lista de éxitos de salsa, cumbia y rock. Me retiraba poco antes de la cena, para no abusar de la hospitalidad, aunque nadie me forzaba a irme.
Transcurrieron así varios meses más y conseguí enrolarme como reportero de El Sol de México, lo que implicaba trabajar también los domingos, pero en la medida de lo posible, continué visitando a tan amables anfitrionas, aunque por ratos más cortos.
Con los años, he llegado a pensar que ese gusto de ellas por el baile norteño fue más bien una manera de acercarse a aquel joven estudiante que se veía muy necesitado, a fin de darle calor de familia en una ciudad que puede ser muy hostil; jamás mostraron ninguna otra intención. Simple generosidad en personas que uno se encuentra en el camino.
La nobleza de Juanita, su hija y su sobrina, no sólo cubrió una enorme necesidad mía en esa etapa, sino que también provocó un aumento en mi gusto y amor por la música norteña, una música de la que, sin ser yo ni cantante ni bailarín, fue el enlace que la vida me puso para conocer personas extraordinarias que me quitaron el hambre.
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