“Soy mesero por necesidad, pero lo mío es componer y cantar canciones”
Una tarde de esas en las que, control remoto en mano, busca uno con afán algo llamativo en la televisión, me topé con un programa por demás interesante: el chihuahuense Miguel Aceves Mejía, llamado el “Rey del Falsete”, estaba narrando una anécdota apasionante, de esas que deben ser escuchadas de principio a fin.
Contó Aceves Mejía que, en el año de 1947, tiempos muy exitosos para su carrera, estaba realizando temporada en un teatro de la Ciudad de México y solía entonces, al terminar la función, irse por allí a cenar y a veces parrandear en compañía de algunos compañeros de escena.
En una noche podían incluso recorrer dos o tres cantinas, alguna lonchería ya de madrugada o un puesto de tacos, según fuera la circunstancia. Una de tales ocasiones andaba “de amanecida” en compañía del trío Los Tariacuri, cuando llegaron a un restaurante en San Cosme, en la colonia Santa María La Ribera.
De hecho, justo cuando dio mencionó este rumbo, decidí no cambiar de canal, porque me recordó el domicilio de la Casa del Estudiante de Durango de la que tantos recuerdos guardo y sobre cuya dinámica y costumbres he escrito en diversas publicaciones, incluyendo este mismo espacio.
Aceves Mejía platicó que todos llegaron muy hambrientos y un joven mesero, “muy flaquito”, los atendió con inusual esmero, muy pendiente de las necesidades de los comensales, pero no interrumpía, pese a que denotaba cierta ansiedad, como que quería decirles algo.
Seguramente quería un autógrafo, pensó el famoso intérprete, por lo que, después de terminar con la cazuela de pozole, le preguntó al mesero si quería decirles algo: “Lo admiro demasiado señor, y a ustedes también”, les dijo, incluyendo a Los Tariacuri.
“Yo soy mesero por necesidad, pero lo mío es componer y cantar canciones; quiero me haga favor de escucharme y si usted me dice que no sirvo para eso, se me hace que mejor me regreso a mi pueblo, porque esto de la mesereada no me gusta”.
De entrada, parecía ser uno de tantos que abordaban al cantante donde lo vieran, por lo que no le sorprendió tanto la solicitud. En aquel tiempo, el cantante del mechón blanco tenía un programa tres veces por semana en la XEW, “Atardecer Ranchero”, acompañado del Mariachi Vargas de Tecalitlán, así que se le hizo fácil citar a su admirador un lunes, antes de entrar al aire.
No volvió a verlo ni ese lunes ni ningún otro día y, según aseguró, ni se acordaba de haberlo citado. Unos tres meses después, Aceves Mejía volvió a caer al mismo lugar en la Santa María La Ribera para saborear otro pozole y resulta que el muchacho seguía trabajando allí; en cuanto lo vio, se le volvió a acercar con la misma petición.
Fue entonces cuando Miguel recordó el compromiso incumplido, pero muy rápido salió al paso de la omisión. “Te dije que fueras a verme antes del programa y nunca llegaste”, le dijo al mesero y este, con mucha humildad, le respondió: “Don Miguel, desde esa vez he estado yendo a la XEW todos los días, pero no me han dado oportunidad de verlo; varias veces ha pasado usted cerca de mí, pero como anda de un lado a otro, ni siquiera me ha visto”.
Contó Aceves Mejía haberse sentido tan mal por ese desplante involuntario, que se comprometió a escucharlo al día siguiente, incluso en compañía de un amigo experto en música y composición: Rubén Fuentes, el primer violín del Mariachi Vargas y autor de La Bikina, una de las canciones mexicanas más icónicas.
Así pues, el joven mesero se encontró con ellos en la estación radiofónica; Rubén Fuentes llegó con una guitarra y le pidió “arráncate, muchacho; nomás dime en qué tono te avientas la primera y le damos”. Un poco avergonzado, el solicitante se disculpó por no saber nada de tonos, ni de música.
No era ciertamente un buen comienzo, pensó Aceves Mejía, pero había que cumplir lo prometido. “Entonces dime qué ritmo”, le insistió Fuentes y de respuesta recibió un “hágame el favor de darle un tundata-tundata”. Y enseguida les presentó su primera composición: “Me cansé de rogarle, me cansé de decirle que yo sin ella de pena mueroooo…”
Aceves Mejía aceptó llanamente que ambos se quedaron “con los ojos cuadrados” cuando terminó la canción, por lo que le pidieron otra, y otra más. Y este los complació con amplísimo gusto: “Por el día en que llegaste a mi vida…” después se echó: “Yo sé bien que estoy afuera…” y algunas más que hoy definen a nuestro país y cultura.
Con la mirada, Aceves y Fuentes cruzaron señales; le pidieron al mesero compositor que los disculpara un momento y salieron a deliberar. “¿Ya te diste cuenta que estamos ante el compositor de música ranchera más importante en la historia de México?”, le dijo con absoluta convicción Fuentes a Miguel Aceves. “Vamos a preguntarle cómo se llama y que se prepare para su primer disco, pues”.
Ese día, José Alfredo Jiménez dejó la “mesereada” para siempre y pavimentó el camino hacia su éxito. Un compositor que encontró en el alcohol y las mujeres, así como en las vicisitudes de los años, los elementos principales para hacer cantar a millones; le habló a México y al mundo con sus canciones, pero muy poco compartió de su vida personal.
En una ocasión, por cierto, un senador guanajuatense me contó que José Alfredo solía guardarse muchos pasajes de su vida en pláticas, pero los exponía en sus letras. Por ejemplo, en “Camino de Guanajuato” plasmó uno de los hechos más dolorosos de su vida.
Resulta que siendo niño, junto a su hermano, solían dejar su casa para conseguir algo de comer e incluso andaban por varias ciudades del estado y cierta vez en Salamanca, un panadero español mató de un balazo a su hermanito porque, agobiado por el hambre, tomó un pan de ese negocio. “No pases por Salamanca, porque ahí me hiere el recuerdo. Vete rodeando veredas, no pases porque me muero”.
Iletrado y sin conocimientos musicales, con apenas una escolaridad mínima jugó, como pocos y sin saberlo, con las metáforas más exquisitas del romanticismo. Sus juergas en el Tenampa, de Garibaldi, no tuvieron punto de comparación con otras, según se narra en el documental de Chavela Vargas, en Netflix. Es demasiado lo que conocemos de José Alfredo, pero todavía más lo que desconocemos de él, como todo lo aquí expuesto.
“Y ahí, juntitos los dos, cerquita de Dios… será lo que soñamos”. Mejor aquí la dejamos con este poeta de grandes dimensiones.
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