Las noches del Atzimba y sus embrujos
Las extenuantes jornadas diarias en la reporteada para El Sol de México requerían siempre una dosis de relajamiento los fines de semana; además, en la Ciudad de México era casi imposible negarse a dar una “salidita”, si había algo de dinero en la cartera y, muy importante, desde la soltería. Y antes, como ahora, sobra qué hacer en la megalópolis.
En aquellos años, a fines de los ochenta, mi doble rol de estudiante de periodismo por las mañanas en la Carlos Septién García y al salir de clases -o junto con ellas- ser reportero de la Organización Editorial Mexicana no era fácil de cumplir; era muy pesado el trajín diario, los traslados, las esperas, el estrés, pero la llegada del fin de semana parecía aligerar todo.
En ese entonces, Eugenio Ortiz, un colega de Oaxaca, se convirtió en compañero cercano. Solíamos comer juntos en la semana para comentar los avatares del trabajo diario, antes de meternos a la redacción para plasmar nuestras respectivas notas.
También nos reuníamos con otros reporteros, la mayoría foráneos, y establecimos una sólida camaradería, tanto de trabajo como de fiesta. Así, íbamos conociendo el inagotable ambiente nocturno de la ciudad. Solamente en la entonces delegación Cuauhtémoc había cerca de 600 antros, para todos los gustos.
Un viernes, Eugenio y yo decidimos echar la copa por ahí. Terminamos de escribir a eso de las 9 de la noche, fuimos a cenar allí cerca, al Vips de Insurgentes y Serapio Rendón, donde pedimos algo sencillo, con tal de irnos rápido a nuestro recorrido por distintos de los llamados cabarets, que eran el antecedente de las “discos”, cuevas, clubes nocturnos y antros.
Comenzamos en el Cordiale, de la colonia Tabacalera, cerca del monumento a la Revolución, unas dos horas después llegamos al Bacarat, en el centro; luego caímos en el Run-Run, de Insurgentes y Reforma, para finalmente, a eso de las 2 de la mañana llegar ya con el último aliento y dinero, al Atzimba, que tenía un show tipo Las Vegas y estuvo abierto hasta hace unos doce años en Insurgentes, muy cerca de la Zona Rosa.
Un haz de luz partía la gruesa cortina de humo al entrar. La clientela, que no era exclusivamente masculina, sino que había muchas parejas, era recibida por edecanes, quienes buscaban el mejor sitio al que iba llegando, más si pedía mesa de pista.
Nos estábamos acomodando y el mesero ya estaba más que dispuesto a acercarnos el primer trago; mientras lo traía, no supimos ni de dónde salieron dos acompañantes que de inmediato nos sacaron plática y nos preguntaron si podían sentarse con nosotros.
Seguramente ya estaba avanzada la segunda o tercera presentación del show, pero los y las artistas seguían dando su mejor esfuerzo. El maestro de ceremonias ya andaba “envalentonado” a esas horas, pero no perdía compostura. Había comediantes, bailarinas, ilusionistas…de lujo todo.
La atmósfera era tan envolvente, que era fácil perder la cuenta de los tragos y el hilo de las conversaciones; si no queríamos perder hasta la memoria o la cartera, lo mejor era acortar la diversión e irnos, lo cual hicimos muy de madrugada.
De hecho, el Metro ya estaba funcionando, porque sobrepasaban las 6 de la mañana, pero nuestra escasa lucidez no nos permitía andar en transporte colectivo. Fue entonces cuando nos metimos la mano a los bolsillos para sacar dinero y pagar un taxi. Apenas completamos la tarifa de una sola “dejada” entre los dos.
A eso del mediodía, al comenzar a espabilarnos, las cuentas de la noche anterior para nada andaban claras. ¿Cómo que no teníamos dinero ni para el taxi? Por más que hacíamos memoria de lo gastado en todo el recorrido, no cuadraban los montos. No era posible que se nos hubiera ido toda la quincena, incluso una cantidad extra cada uno, porque se nos habían entregado comisiones por publicidad.
La conclusión de ambos fue que las amigas del Atzimba habían dispuesto de todo nuestro capital sin que nos diéramos cuenta. Tomamos la decisión de volver al Atzimba el siguiente viernes para investigar las cosas, o al menos esa era la intención.
A tres compañeros les contamos lo sucedido y ofrecieron sumarse a la investigación de grupo, así que ahí estuvimos, tal como lo habíamos decidido y Eugenio sugirió la misma mesa. Arrancó el show y nos tomamos unos tragos, mientras buscábamos con la vista a nuestras sospechosas, pero a media luz todas las chicas se veían igual a ellas. Se puede decir que la misión fracasó, pues.
Ante eso, los cinco reporteros decidimos prolongar la investigación por un buen tiempo, hasta ver resultados; para eso, volvimos semanalmente los siguientes meses, pero no hubo novedad. Las noches del Atzimba se volvieron parte de la agenda reporteril. Después de todo, había que ver el lado positivo de la “bolseada” de esa noche.
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