De Guadalupe Victoria, la mujer más longeva del mundo
En abril de 1989, conocí a la mujer más longeva del mundo en Cuauhtémoc, municipio de Cuencamé, Durango. En efecto, doña Leonarda Zamarripa tenía nada menos que 128 años de edad en aquel tiempo. Ya no supe cuándo murió, pero todavía se le notaba lucidez, aunque medio siglo atrás “estaba completamente entera”, decían sus familiares.
Nacida en lo que fue la hacienda de Tapona -hoy Guadalupe Victoria- propiedad de la familia Bolaños Cacho en el siglo antepasado, doña Leonarda vio la primera luz en 1861, de acuerdo a la memoria familiar, aunque no había documento oficial alguno para comprobarlo, porque un gran número de nacimientos no eran registrados, sobre todo en el medio rural.
“Su acta de nacimiento debe estar en Francisco I. Madero”, cabecera municipal de Pánuco de Coronado, a unos 62 kilómetros de Cuauhtémoc, aseguró uno de los numerosos nietos de doña Leonarda, presente en la entrevista que sostuve con ella en forma por demás circunstancial.
De hecho, ella aceptó platicar con un servidor y se mantuvo alerta; una de las hijas me dijo que pasaba la mayor parte del día dormitando, pero sí le gustaba hablar de sus recuerdos con quien la buscara, aunque ya tenía problemas de oído.
Morena, cabellera nívea y cuerpo enjuto, de figura pequeñita que tal vez no sobrepasaba los 40 kilos -dado que ya comía muy poco- doña Leonarda no recordaba su edad, o eso me dijo, aunque cabía la posibilidad de que no quisiera mencionar ese dato.
Con cierta dificultad, me contó que había nacido en la hacienda de Tapona y recordaba pasajes de su vida infantil y juventud ahí, algo asombroso por el tiempo que había pasado y hablaba de ese sitio como con detalles vívidos.
Siempre le voy a agradecer, en primer lugar, que me haya recibido y, además, el gran esfuerzo que hizo por contestar cada pregunta, con la ayuda de algún miembro de su familia que le repetía fuerte mis palabras. En la mayoría de las respuestas balbuceaba, pero yo le alcanzaba
a entender.
Durante la plática, estuvo recostada un rato y después se sentó en su cama. Me siguió platicando, con voz muy baja, que había sido casada tres veces y en las tres ocasiones enviudó. En cada matrimonio procreó una hija y las dos primeras -Petra y María- habían muerto ya en para 1989. Sólo le quedaba Fidela, quien tenía 70 años en ese entonces y vivían juntas desde siempre en Cuauhtémoc.
Muy renuente se mostró a la hora de recordar a sus maridos, pero quiso concentrarse en el último: Gregorio, pese a que Fidela le insistía en que mejor hablara de un tal Nicolás Ceniceros, o sea el segundo esposo y probablemente el de memorias más amables.
De plano, en cierto momento de la plática, doña Leonarda ya no quiso hablar de su vida marital, segmentada en tres etapas, y prefirió hacer añoranza de los tiempos en que circulaban los pesos de oro y después los de plata, los de Ley 0720.
Una lágrima le rodó al recordar su niñez en la hacienda y ya un poco mayor, cuando tuvo que esconder en una cueva a sus dos primeras hijas “para que no se las robaran los revolucionarios”. Aseguró haber conocido personalmente al general Francisco Villa, pero a ningún general revolucionario de la región de Los Llanos.
Finalizó nuestra plática cuando me dijo que “eran muy diferentes las muchachas de ahora y las de su tiempo”. En ese momento externó una débil carcajada, movió la cabeza a ambos lados y se llevó las manos a la cara. No quiso hablar más.
Estaba cansada, realizó un enorme derroche de energía y seguramente su memoria fue sacudida. No recordó su segundo apellido, pero en cambio recordó bien a su madre Carlota y a Manuel, su padre; “bien borracho que era”, dijo.
Su hija sobreviviente aseguró que sus hermanas tuvieron 8 hijos cada una, mientras que ella, Fidela, tuvo 15. Contabilizó 31 nietos, pero difícil era saber cuántos bisnietos, tataranietos y choznos componían la familia. Sólo Fidela tenía 50 nietos.
Una enorme descendencia, pues, la que dejó doña Leonarda en la región de Los Llanos; su historia está casi en el anonimato, pero es innegable que bien puede ser la mujer más longeva del mundo, incluso hasta esta época.
Fue una entrevista única, diferente a todas las demás que he realizado hasta hoy. Al terminar el diálogo, salí del domicilio localizado en Avenida Felipe Ángeles 214, de Cuauhtémoc, con una sensación dual de tristeza y alegría por el privilegio de haber conocido a una mujer única, pero sabiendo que no volvería a verla.
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