Tepalcatepec: Noches bajo el estruendo de cuernos de chivo y “mentadas de madre”
Durante la década de los ochenta a los noventa, el municipio de Tepalcatepec, en Michoacán, ya ocupaba un lugar preponderante en la lista de la entonces Procuraduría General de la República (PGR), por su elevada producción de enervantes, principalmente mariguana, así que era un punto obligado en todas las campañas de erradicación de drogas.
Y era yo entonces estudiante de los últimos semestres de la carrera de periodismo y, a la par, reportero de El Sol de México precisamente a cargo de la fuente de la PGR, así que no dudé en ir a Tepalcatepec, junto con un colega de La Jornada, para cubrir los pormenores de una de esas campañas.
La PGR facilitó nuestro traslado para garantizar la seguridad personal de ambos. En un avión de esa dependencia salimos de CDMX a Guadalajara y después la travesía continuó en helicóptero, un Bell 206, hasta Uruapan y de ahí a Tepalcatepec, donde descendimos en un llano, entre las tolvaneras que son parte del clima normal en la zona de Tierra Caliente.
Un grupo de agentes de la Policía Judicial Federal estaba listo para trasladarnos al único hotel del pueblo -algo derruido y sin comodidades- mayormente ocupado por sus agentes, quienes llevaban ahí cerca de dos semanas destruyendo plantíos de mariguana todos los días.
Los federales nos indicaron que las dos primeras habitaciones del hotel eran para nosotros, por cierto muy pequeñas y austeras, sobre todo sofocantes, pero nada que no se pudiera soportar, más porque ya era algo previsible.
Como habíamos llegado al pueblo después del mediodía, tuvimos tiempo de hacer el recorrido de rutina para un reportero; estaba, por supuesto, la placita con la iglesia, zapaterías, algunas tiendas de ropa, una ferretería, nada fuera de lo común, aunque cada lugar tiene su sello propio.
Entre esos comercios contrastaban dos, que ofrecían algo atípico: uno, cajas fuertes de distintos tamaños y el otro era una agencia de viajes con supuestas conexiones hacia las ciudades más importantes de Estados Unidos y Canadá, así como con ciertas capitales europeas.
A los dos enviados nos pareció llamativo que en un pueblo con poca prosperidad vendieran cajas especiales para guardar valores y también que hubiese quien realizara viajes tan costosos sin necesidad de comprar los boletos hasta Morelia, dado que no había pagos por celular, ni celulares de uso regular.
Otro distintivo de Tepalcatepec era que sólo mujeres y niños andaban en la calle, ningún joven o adulto. Después supimos que la mayoría estaba en la siembra de estupefacientes durante el día y en la tarde, ya casi noche, bajaban al pueblo, pero no cuando veían grupos de agentes federales por ahí, como era el caso.
Tan pronto como llegó la primera noche, comenzaron las ráfagas de alto calibre, del Ak-47 y los R-15 en las afueras del hotel, seguidas de arrancones de camionetas pick up y amenazas de toda clase, gritos y maledicencias, sobre todo incontables “mentadas de madre” entre grupos seguramente rivales.
Al amanecer, cuando nos llamaron los agentes policiacos para acompañarlos en la destrucción de plantíos, fuimos informados que esos episodios eran “el pan de cada noche”; se trataba de los dueños de plantíos destruidos que, enojados por el perjuicio de los federales, intentaban amedrentarlos en el hotel al sigilo de la noche.
Fue entonces cuando corroboramos que los elementos de la PJF nos habían cedido las primeras habitaciones para que, en un momento dado, fuéramos los primeros afectados en una posible incursión de los pobladores irritados al máximo por los resultados de la campaña contra el narco.
La rutina de destrucción de plantíos era simple: a las 6 de la mañana teníamos que estar en el llano, donde permanecían 12 helicópteros; seis eran Bell 212 y otros seis Bell 206. Se conformaban 6 cuadrillas destructoras de plantíos de drogas y en cada Bell 212 volaban 12 agentes armados con rifles R-15, mientras que en cada Bell 206 iban piloto y navegante; en la parte inferior de la aeronave le integraban un tanque con insecticida para rociarlo en cada plantío.
Entonces el Bell 206 realizaba vuelos rasantes sobre los sembradíos de mariguana y el Bell 212 volaba más alto para proteger a la hora de la destrucción. Había plantaciones grandes, medianas y pequeñas, algunas en laderas serranas, muy difíciles de destruir, pero los helicopteristas realizaban proezas en el aire y la mayoría de las veces lograban su objetivo de erradicación.
Al día, eran destruídos alrededor de 40 o 50 plantíos. Si eran muy grandes, se realizaban vuelos de inspección y se dejaban pendientes para el otro día; luego, se atacaba con la fuerza de decenas de agentes que, machete en mano, cortaban las plantas, las amontonaban y después bidones de gasolina se encargaban de la última fase del operativo.
Fueron casi seis días de convivencia con agentes y pilotos, de pláticas “en corto” y de anécdotas de unos y otros. La mayoría de pilotos y policías comentaban que temían más por sus vidas cuando se les asignaban esas tareas en la sierra de Durango, como en Canelas y Tamazula, porque ahí eran frecuentes los enfrentamientos y los ataques a las aeronaves.
También, los agentes nos platicaron sobre la “destrucción selectiva” de plantíos, una estrategia en la cual, desde altos niveles de gobierno, se asignaban y reasignaban las zonas de destrucción, porque “algunos plantíos pueden ser de un político o de señores importantes”, decían algunos agentes.
Hace más de tres décadas de estas vivencias y las cosas no han cambiado de manera significativa. El crimen organizado sigue avanzando en diversas regiones y los operativos gubernamentales no parecen ser tan eficaces. Ha sido una lucha contra el narcotráfico llena de intenciones, mas no de convicciones. Es la historia de nuestro país.
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