La niña que deambula por los teatros Victoria y Ricardo Castro
Si algo presumimos en Durango, cuando de arquitectura se trata, es el imponente estilo de nuestros teatros Ricardo Castro y Victoria, joyas urbanas que resaltan en el plano nacional y enaltecen nuestra ciudad, pero hay más pasado de lo que nos imaginamos dentro de esos recintos; ambos están unidos por una historia mística que sobrepasa los umbrales de leyenda tradicional, con testimonios dignos de crédito.
Esta historia tiene origen en el domicilio de Bruno Martinez 210, una vieja casona del siglo antepasado, ubicada justo atrás del teatro Ricardo Castro, actualmente en malas condiciones y cuyos dueños viven en la Ciudad de México.
Durante un tiempo, casi 15 años a partir de 1991, fue sede del antro “La Peña”, que por cierto estuvo antes en la calle Hidalgo y Aquiles Serdán. Por el 2005, se mudó a ese antiguo inmueble y en el 2017 tuvo que cerrar sus puertas para buscar otro espacio.
En esa casona, que probablemente alguna vez conectó por algún patio o cobertizo con el Ricardo Castro, tuvo como primeros dueños a una pareja sin descendencia y que alojaba con ellos a una hermana del varón y a su hija, de unos 10 años de edad. Ninguna de las dos se asomaba a la calle y se encerraban cuando llegaba una visita, dada la condición de madre soltera de la mujer, algo inaceptable en aquella sociedad prejuiciosa.
En el contexto de entonces, en 1910, tropas revolucionarias ocuparon Durango capital y la gente dejó de salir a la calle por varios días. No se sabe si eran las fuerzas villistas o de algún otro revolucionario; el caso es que un día el matrimonio se vio obligado a buscar víveres, pero fueron asesinados en alguna revuelta en el crucero de las calles 20 de Noviembre y Bruno Martinez.
El infortunado matrimonio había cerrado su casa con llave, con la muchacha y la niña dentro, pero nadie lo supo y desgraciadamente ya no pudieron salir. Transcurrieron semanas hasta que, por algún motivo -tal vez cuando familiares reclamaron la propiedad- fueron encontrados los cuerpos de madre e hija, que habían fallecido por inanición.
Con el paso de los años, esa casa fue ocupada por distintos inquilinos y así llegó un nuevo siglo; la familia Dorador instaló allí “La Peña”, donde la gente de mediana edad solía divertirse con música viva y gran ambiente bohemio, pero algo extraño comenzó a pasar: una supuesta niña se aparecía en diversos espacios de la casa, convertida en negocio.
Los hermanos Dorador, Roberto y Luis, son testigos de diversos episodios en que esta supuesta niña se hacía presente, aun delante de varias personas; inclusive cuando Jetro, hijo de Roberto, era niño, le insistía en “jugar con su amiguita”, aunque sólo la veía en blanco y negro.
En otra ocasión, una pelota que Jetro había dejado por ahí apareció incrustada en una viga del techo, como si alguien la hubiera colocado con pegamento. Obvio, llamó la atención de todos esa particularidad y se la atribuyeron a la inquietante menor.
Luis Dorador aseguró también que, estando en plática con un amigo, éste le preguntó quien era una niña que se había asomado desde el baño. Otra vez, una asistente a “La Peña” se quedó sin poder abrir el baño y aseguró que una niña de vestido largo la había encerrado intencionalmente.
De la misma manera, se dice que una clienta se llevó el susto de su vida cuando, al lavarse las manos en el baño, vio que una manita de niña le abrió abrió la llave del agua. Otro caso fue el de José Luis Alvarez, amigo de los Dorador, quien asegura que una noche de bohemia en el lugar se quedó dormido y de repente una manita le tocó el hombro; al voltear, divisó a una niña que corrió hacia el fondo de la casa.
Cada una de estas vivencias están conectadas, en forma peculiar, con otras que narran trabajadores del Ricardo Castro y el Victoria, quienes incluso han tomado fotografías de sucesos en los que la protagonista es “la niña”.
Describen apariciones, extraños hechos con las luces de los dos recintos culturales cuando sonorizan para eventos artísticos determinados, movimientos raros y sorprendentes en tramoya, entre algunas cosas para las que no hay explicación ni lógica.
No es, pues, la clásica leyenda basada en una historia de palabra, sino está compuesta por una serie de testimonios presenciales de personas serias y de pruebas fehacientes, como ciertas fotografías que merecen atención y análisis exhaustivo.
Por trágico que sea el origen de esta historia, la presunta presencia etérea de esta “niña” que vivió y murió en la casona contigua a nuestros teatros, sobre todo el Ricardo Castro, no deja de ser un asunto aparte y muy apasionante, sin duda.
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