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¿Quieres entrar a la Judicial? ¿A cuántos has matado?

En aquel Durango sesentero, quienes conocieron a Arturo González Anguiano lo describen como un jefe policiaco muy poco convencional, a veces brutal, en cuanto a sus métodos para hacer confesar a los detenidos; carecía de conocimientos científicos para investigar el delito, pero tenía colmillo y solía obtener resultados.

Como jefe policiaco, dividía opiniones: para una mayoría fue un torturador y un sanguinario, mientras que para otros, sólo un policía que trataba de contener el delito de la manera que fuese necesario, un servidor público que buscaba ser justo, aunque bajo sus criterios personales, no los legales.

González Anguiano se desempeñó como jefe de la extinta Policía Judicial del Estado de Durango por más de una década, de los sesentas a los setentas, y se le asignó un reducido grupo -apenas cinco decenas de elementos estaban bajo su mando- y eso que daba cobertura, al menos en teoría, a los 39 municipios del estado.

Claro está, se trataba de una población mucho menor a la actual y menor también la incidencia de delitos, aun cuando no faltaban los hechos violentos que consternaban a la sociedad de ese entonces y de los cuales todos se enteraban; eran tiempos cuando las redes sociales más efectivas se constituían desde el hogar, las calles, los lugares de reunión.

El jefe policiaco en cuestión correspondía a la típica descripción del judicial: alto, fornido, de bigote, con sus infaltables texana, botas, chaleco de piel y, sobre todas las cosas, su escuadra bien fajada al cinto vaquero. Se le veía, pues, como un hombre “bragado”, de pocas palabras y siempre dispuesto a actuar ante cualquier circunstancia.

Era muy difícil pensar en una policía profesionalizada en esa época, cuando ni idea había de una posible academia para nuevos elementos, tampoco cursos de capacitación, así que González Anguiano elegía e instruía a sus elementos, para bien o para mal. De allí surgió el prototipo del temido “judicial” de botas, sombrerudo, empistolado y rudo.

A la hora de seleccionar a un agente, tenía protocolos muy propios para medir arrojo y experiencia en el manejo de armas; por eso siempre preguntaba, de entrada: A ver, ¿a cuántos has matado? Y configuraba una entrevista muy puntillosa, como para tener la certeza de que no estaba ante un asesino a sueldo o un delincuente contumaz, sino un hombre a quien no le había quedado más recurso que apretar el gatillo.

Con los delincuentes era implacable, pero si algún aprendiz lo convencía de haber robado por necesidad y al revisar su ficha no tenía antecedentes delictivos, lo dejaba en libertad y hasta podía darle algo de dinero para comprar comida o medicamentos; sin embargo, con el reincidente o asesino, violador o abigeo, no tenía esa misma compasión.

La confesión era la reina de todas las pruebas, pero casi nunca era voluntaria, así que, como autoridad policiaca, la obtenía sin miramientos -de acuerdo a las quejas de los familiares de muchos detenidos- a base de abusos y excesos. Chicharras, toques eléctricos, agua mineral con chile piquín, azotes, cachazos, golpes y demás; se rumoraba que recurría a toda clase de métodos salvajes, o los permitía.

Y pobre de aquel que por algún motivo había matado a un policía, porque también acababan sus días cuando eran capturados; no se diga si alguno de los agentes de su corporación era asesinado: se daba a la tarea de encontrarlo y después el imputado sencillamente desaparecía sin dejar rastro.

Muchos años después, todavía se seguían contando historias acerca de los muertos por la presunta participación directa o las órdenes de este jefe policiaco, quien por cierto nunca enfrentó cargos o acusaciones que fueran tomadas en cuenta y, como tampoco existían organismos de derechos humanos, pues nada pasó.

No obstante, ya no se permitió la continuidad de perfiles como el suyo al frente de esa corporación policiaca estatal. Quienes le siguieron en la jefatura de la Judicial tampoco fueron policías de carrera, sino abogados, aunque nunca se disipó entre la ciudadanía el resquemor hacia los judiciales que seguían en activo.

A partir de la década de los ochenta, nunca se volvió a saber de Arturo Gonzalez Anguiano en Durango y quedó para los récords como uno de esos personajes oscuros, temidos, de los que ocasionalmente alguien habla bien, pero con una estela de violencia que cubrió toda una época ingrata en nuestro estado.

TWITTER @rubencardenas10

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