Aguantaba piquetes de alacrán y hasta veneno de arañas y serpientes.
Todavía en la década de los ochenta era común verlo caminar por las calles de la ciudad, sobre todo por la Avenida 20 de Noviembre y detenerse en los jardines de las afueras del templo de San Agustín. Barbado y de cabellos largos, a menos los pocos que tenía, porque era casi calvo por completo, de ojo claro y siempre en harapos, “Cuco” fue un personaje de la ciudad muy conocido y peculiar. El que dominara varios idiomas y resistiera cualquier cantidad de piquetes de alacrán era lo menos que le daba fama cuando salía a conversación.
Se le veía salir de uno de los tiros de minas que alguna vez hubo en el Cerro de los Remedios, el del lado poniente, aun cuando algunos decían que “vivía en todas las cuevas de los Remedios” desde antes que surgiera el fraccionamiento, o sea, antes de que se multiplicara el caserío en esa área.
“Cuco” no le dirigía la palabra a nadie; fácilmente pasaba por mudo y a nadie molestaba en las calles. Solía caminar con la mirada baja y las manos entrelazadas por atrás, siempre desabotonado. No pedía comida, ni dinero, tampoco una bebida, aunque nunca se le observó mal comido o sediento, sólo con la piel tostada por tanto sol abrasador.
Su apariencia era de un hombre mayor de los 70 años, aun cuando pudo haber tenido menos; ni siquiera se detenía o volteaba a ver a los estudiantes que le hacían burlas cuando le encontraban, ni se diga los grupitos de adolescentes que se ‘echaban la pinta” y se metían en esas cuevas del cerro, en las que hubo múltiples percances, algunos muy graves.
Sorprendentemente a “Cuco” nunca le pasó nada en ninguna de las cuevas y eso que ahí dormía. Tal vez por eso agarró fama que resistía los piquetes de alacrán, picaduras de arañas y hasta de serpientes. “Nada le hacen esos venenos”, se admiraban los que presumían conocerle.
Evidentemente que lucía como un individuo de mente trastornada, al menos era esa su apariencia, jamás se supo de algún familiar suyo, salvo de algunos conocidos, como doña Ambrosia, una anciana que vivía en la calle Guadalupe, en el mero barrio del Tepeyac.
Ella me comentó alguna vez, a finales de la década de los 80’s que este personaje citadino había sido un magnífico estudiante en sus años mozos, que incluso hablaba cuatro idiomas -ingles, francés, italiano y alemán, además del español-, pero que perdió la razón cuando regresó una vez a Durango de la Ciudad de México, donde estudiaba, y de pronto se alejó de todo y de todos.
Doña Ambrosia lo describió como un joven alto, de buena figura y ojo verde, blanco y decente, que muchas jóvenes andaban tras él, aunque no se le conocieron romances serios, ni relaciones “de debut y despedida”. La duda sobre lo qué ocurrió con él nunca se despejó. No era alcohólico ni drogadicto; pudo haber sido una decepción amorosa o sabrá Dios, pero el caso es que un día abandonó la vida que llevaba, dejó todo, incluso a su familia. Al paso de unos meses apareció, sucio, descuidado, sin hablar y deambulando en las calles.
Trascendió su andar en Durango capital, porque hace treinta y tantos años en la ciudad no había muchos notables como él “rajando calle”, a lo mucho otros dos o tres hombres sin hogar muy conocidos por el ciudadano común sale a la calle. “Cuco” se distinguía de los demás, porque no mendigaba, ni molestaba a nadie.
En la calle lo mismo le daba andar por la banqueta o “toreando” autos; de hecho, también los ignoraba, no pocas veces estuvo a punto de ser atropellado. De plano adoptó los jardines de San Agustín como santuario, aunque también parecía tener preferencia para pasar el rato donde antes era el Arzobispado.
Después de haber platicado con doña Ambrosia y tener la información de que se podía sostener una conversación con él más allá del español, me propuso comprobarlo, pero ya nunca logré verlo; desapareció, como cuando perdió la cordura, sin decirle a nadie y en forma intempestiva. Seguramente muchos aún lo recuerdan, pues fue muy singular. Y es una pena que estos personajes aparezcan y desaparezcan, como si se tratara de fantasmas.
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